La inflación del mes de junio fue de 6%, alcanzando el 115,6% interanual. Como ya es usual luego del anuncio de cada dato de inflación, surgen algunas voces que descreen de lo que escuchan: “Salió Dibu a la cancha”, dicen. Lo cierto es que las estadísticas suelen hacer bien el trabajo de resumir información relevante. Sin embargo, muchas veces lo hacen a riesgo de ocultar realidades diferentes. Lo propio ocurre con la inflación medida por el Índice de Precios al Consumidor (IPC), que sigue la evolución del costo de la canasta del consumidor promedio. En la práctica, no todos los hogares enfrentan la misma tasa de inflación: los hogares de menores ingresos, en particular, suelen enfrentar una inflación diferente de la que sufren los de mayores ingresos. En otras palabras, la inflación tiene la capacidad de afectar la distribución del ingreso, es decir, la desigualdad.
¿Por qué esto es importante? A diferencia del rol pasivo que históricamente se le dio a la desigualdad en la disciplina económica, desde hace décadas se produce evidencia acerca de cómo este fenómeno rompe el tejido social, genera descontento e inestabilidad política y económica, pone presión sobre los presupuestos públicos y, en última instancia, afecta el crecimiento de los países. La inflación aumenta la desigualdad en la Argentina. Veamos por qué.
Primero, la inflación reduce el poder adquisitivo de los ingresos laborales, las jubilaciones y otros beneficios sociales que no se ajustan o se ajustan lentamente por la variación de los precios. Si los ingresos crecieran a la misma velocidad, esto afectaría a todos por igual. Eso no suele ocurrir: aquellos trabajadores en la informalidad o en puestos de baja calificación sin paritarias o con menor poder de negociación salarial son los que tienden a quedar más rezagados. En efecto, los salarios registrados arrastran una caída de 19% desde enero de 2017, mientras que los no registrados de más de 26%. Además, las tasas de informalidad en los hogares de menores ingresos triplican las de los hogares más ricos, de modo que la inflación tiende a incrementar la desigualdad por este canal.
Segundo, la inflación redistribuye regresivamente la riqueza como consecuencia de un acceso desigual a los servicios financieros. Los hogares de altos ingresos suelen ahorrar una proporción relativamente mayor de su ingreso e invierten sus ahorros en activos que pueden cubrirlos de la inflación, mientras que los hogares de menores ingresos tienden a ahorrar una fracción menor de su ingreso, de modo que la mayor parte queda expuesta a la inflación. Parafraseando al investigador del CEDLAS Leopoldo Tornarolli, consideremos una familia que gana $100 y no ahorra, una inflación de 10% le quita $10 de poder adquisitivo. En cambio, otro hogar que gana $200 y gasta $100, puede poner el resto en un activo que ajuste por inflación, de modo que pierde relativamente menos ($10 de $200).
Además, como consecuencia de la informalidad y de una menor educación financiera, los hogares de menores ingresos mantienen sus ahorros en efectivo o a tasas de interés bajas que no alcanzan a protegerlos de la inflación. Sumémosle a esto el hecho de que el financiamiento “barato” está desigualmente concentrado (pensemos, por ejemplo, en las promociones bancarias y con tarjeta de crédito, o en la posibilidad de “licuar” mes a mes el valor de las compras con la tarjeta de crédito). Como resultado, se reduce el valor real de las deudas (no indexadas) de los hogares más ricos, las empresas y el gobierno en perjuicio de los ahorristas que tienen sus depósitos a tasas reales bajas o incluso negativas.
Tercero, como adelantamos al inicio, la inflación puede tener un impacto distributivo si existen diferencias en las canastas de consumo de los hogares y los precios de los bienes y servicios aumentan en forma heterogénea. Si ese fuera el caso, hogares con diferentes canastas enfrentan tasas de inflación distintas. Por ejemplo, supongamos que hay solo dos bienes en la economía: alimentos y entretenimiento. Los hogares de menores ingresos destinan el 80% de su presupuesto a los alimentos, mientras los hogares de mayores ingresos solo el 50%. Si los alimentos tienen un aumento de precio del 10% y el entretenimiento de 0%, los hogares de menores ingresos experimentarían una inflación de 8%, mientras que la de los hogares de mayores ingresos sería solo de 5%. En la práctica ocurre algo similar, los hogares de menores ingresos gastan una mayor proporción relativa en alimentos y en vestimenta y, en el período reciente, la dinámica de los precios implicó que estos hogares hayan enfrentado una inflación mayor, pero es importante notar que esto no siempre es así. En otras palabras, la inflación afecta la distribución del ingreso de esta manera a veces progresiva y otras regresivamente.
No obstante, también ocurre que los hogares de mayores ingresos tienen una mayor facilidad para modificar sus patrones de consumo ante incrementos de precio. Por ejemplo, si aumenta el costo del gas, es probable que los hogares más ricos puedan pasar a usar artefactos eléctricos para calefaccionarse, reduciendo el impacto sobre su presupuesto, lo cual suele ser mucho más difícil para los hogares de menores recursos.
Como si esto fuera poco, lo anterior solo se refiere a los impactos distributivos directos. La inflación, además, desincentiva el ahorro y la inversión y promueve la dolarización de los excedentes, afectando los márgenes de política pública y el crecimiento de la economía y, por ende, las posibilidades de mejorar la calidad de los empleos y reducir la informalidad y la pobreza. Dada la baja movilidad social, más pobreza hoy es más pobreza mañana. Por lo tanto, la inflación no sólo ensancha las brechas en el presente, sino que perpetúa y ensancha las desigualdades en el futuro. En definitiva, no solo está claro que es imposible crecer sostenidamente con los actuales niveles de inflación, sino que reducirla es la mejor política social que hoy podemos concebir.
Esta columna se publicó originalmente en Clarín el 12 de agosto de 2023.