La idea de que las decisiones políticas deben estar basadas en evidencia ha ganado lugar en el espacio público. En el reciente debate sobre la pertinencia de suspender las clases presenciales como medida para combatir la pandemia, los dirigentes políticos han utilizado la palabra “evidencia” como instancia legitimadora de decisiones en una u otra dirección. No es extraño que así suceda: es difícil recordar otros contextos recientes en los que un tema haya monopolizado la opinión pública de tal forma. Más aún, la pandemia nos ubica frente a un fenómeno cuya gravedad puede ser monitoreada a través de diversos indicadores en tiempo real (cantidad de contagios, número de muertos), mientras hacemos uso de diversos tipos de intervención pública (restricciones a la movilidad, testeos, campañas públicas) para morigerar sus efectos. Es esperable entonces que la discusión pública sobre la evidencia en torno a la efectividad de diversas medidas cobre un lugar central.
Paradójicamente, nos enfrentamos a un virus nuevo, cuyas características y comportamiento apenas estamos comenzando a entender. En este sentido cabe preguntarse: ¿Cuánta evidencia podemos tener para tomar decisiones al enfrentar un fenómeno poco conocido? Y si fuera el caso de que necesitáramos más evidencia que la disponible, ¿cómo deberíamos actuar?; ¿deberíamos dejar totalmente de lado nuestra aspiración de orientarnos con base en la evidencia y tomar decisiones con otras herramientas?
En un reciente fallo, la Corte Suprema se pronunció en contra de un decreto presidencial que determinaba un cierre temporal de las escuelas en CABA y Gran Buenos Aires. Entre otros puntos, el fallo argumentaba que el decreto se basaba en una presunta eficacia de la medida “meramente conjetural” y que no se habían presentado suficientes justificaciones sobre la incidencia relativa de la educación presencial en la propagación del Covid-19. Pretender contar siempre con evidencia concluyente antes de la toma de una decisión puede ser paralizante, particularmente en un contexto de pandemia en el que una no decisión también puede traer consecuencias. De hecho, algunos aportes recientes a los estudios de decisiones basadas en evidencia (evidence based management) argumentan que en tiempos de pandemia, evitar tomar decisiones por contar con evidencia parcial puede ser más peligroso que tomar una decisión basada en esta evidencia.
En este sentido, si bien es cierto que no hay evidencia concluyente que muestre que la presencialidad incremente el número de contagios, tampoco hay evidencia sólida de lo contrario. No tomar una decisión a fin de evitar que se produzcan consecuencias negativas no tiene sentido. Pero tampoco es adecuado forzar un uso de los datos disponibles para argumentar que sí hay evidencia concluyente, tal como se hizo recientemente en un informe generado por investigadores/as del CONICET. El error, a nuestro juicio, que comparten ambos argumentos, es pretender que solo la evidencia concluyente nos habilita a tomar decisiones.
En rigor, permanentemente nos vemos ante la necesidad de tomar decisiones con base en conjeturas más que certezas, tanto en el sector público como en el privado. Un caso notable se remonta a varias décadas atrás. El 12 de Julio de 1958, la prestigiosa revista Nature publicó una carta de sir Ronald Fisher, por muchos considerado el padre de la estadística moderna. En la misiva, Fisher cuestiona las conclusiones del Medical Research Council Statistical Unit, que identificaban el cigarrillo como causa del cáncer de pulmón. No era la primera nota que Fisher publicaba en este sentido: ya había escrito cartas o notas en el British Medical Journal (1957), en el Centennial Review (1957 y 1958) y otras en la misma Nature, además de enviar notas a políticos para convencerlos de su posición. El tono de la polémica distaba de ser moderado: las discusiones sobre este tema con otros estadísticos llegaron a insultos personales.
¿Estaba Fisher pagado por las tabacaleras y defendiendo intereses económicos?, ¿o realmente creía tener la verdad? Él sostenía que toda la investigación realizada indicaba que existía una causa común, la genética, que afectaba tanto la necesidad de fumar como la predisposición al cáncer. Por eso se observaba esa fuerte correlación en los casos. Pero de ninguna manera esto indicaba causalidad. Fisher, uno de los inventores del método de aleatorización para realizar pruebas estadísticas, mostraba fallas en todos los razonamientos.
No es claro que esta insistencia haya retrasado las restricciones al tabaco o a la publicidad de los beneficios de fumar: la visión de Fisher fue ampliamente citada cuando el Congreso de Estados Unidos discutió en 1965 las restricciones a las publicidades de cigarrillos. Hagamos una rápida cuenta: si la insistencia de una persona tan respetada y vehemente como Fisher retrasó un año las prohibiciones, y por esa época morían unas 100.000 personas de cáncer de pulmón, ¿cuánta gente podría haberse salvado, si la discusión se hubiera saldado antes?
Los tiempos y métodos de la ciencia no son los de la toma de decisiones. Agreguemos: gestionar es tomar decisiones en un marco de incertidumbre. Eso no quiere decir que deba ser una toma de decisiones a ciegas o no informada: cuantos más indicios y datos se le brinde a los tomadores de decisiones, seguramente podrán hacer mejor su trabajo.
¿Qué significa entonces gestionar con base en evidencia en tiempos de pandemia? La historia de Fisher y el cigarrillo nos deja varias enseñanzas. En primer lugar, no siempre podemos esperar tener información completa sobre las causas de un fenómeno o los efectos de una medida antes de actuar. Gestionar requiere tomar decisiones y no siempre se puede actuar con base en evidencia irrefutable. Si bien la sociedad puede exigir certezas para acompañar medidas gubernamentales que implican restricciones (cierres temporarios de escuelas, cuarentenas, etc.), en ocasiones es necesario tomar decisiones en un contexto de incertidumbre.
En segundo lugar, debemos tener claro que el hecho de que no haya certezas de que una evidencia tendrá efecto, no significa que hay certeza de que no lo tendrá. Es decir, no solo hay que preguntarse si hay evidencia de que un cierre temporario de las escuelas implique un descenso en el número de contagios, también debemos preguntarnos si podemos saber fehacientemente que dicho cierre no tiene efecto alguno sobre los contagios. No actuar es una forma de actuar: se puede evitar una decisión, pero no se van a evitar los costos que esa no decisión conlleva.
En tercer lugar, es preciso hacer un uso riguroso de la evidencia no concluyente: de poco sirve al debate público “forzar” el uso de datos. Es preciso ser transparentes en torno a lo que sabemos y a lo que no sabemos del fenómeno, y a la necesidad de tomar decisiones aun con esa incertidumbre.
En cuarto lugar, una vez establecidos estos parámetros de incertidumbre, debemos tomar una decisión que, necesariamente, va a significar “una apuesta” por el mejor camino posible con base en la evidencia disponible. Dicha apuesta involucra un análisis de la evidencia, pero involucra también aspectos éticos. No será solo una decisión tecnocrática.
Es decir, el beneficio potencial de la medida debe considerar el nivel de incertidumbre sobre la evidencia que tenemos, a la vez que los costos potenciales también deben incorporar dicha incertidumbre. Dichos costos también deben ser evaluados con base en la evidencia disponible. No tiene sentido ponderar la pertinencia del cierre temporal de escuelas en términos del daño producido sobre “la educación” como valor en abstracto, sino con el costo esperado de un cierre de escuelas por ese período determinado. En ese sentido, un puro análisis de costo-beneficio es imposible ya que implica un conflicto entre valores (“educación” versus “salud”) y un grado de incertidumbre sobre la probabilidad de alcanzar el beneficio para la salud o para la educación (ya que la evidencia no es concluyente). Y en la medida en que la incertidumbre sobre las medidas crece, la ética en la toma de decisiones empieza a tener un rol importante. Es por ello que las medidas adoptadas deben implicar un balance razonable entre el nivel de evidencia disponible sobre los posibles beneficios de la medida y los costos o daños posibles que puede traer.
La evidencia, según una definición formal, es una certeza clara y manifiesta de la que no se puede dudar. La gestión pública es en muchos casos tomar decisiones con incertidumbre. Antes que sentarnos a esperar certezas, usemos la información disponible para tomar la mejor decisión posible.