Hace unos días el candidato presidencial Javiel Milei reflotó la idea de que el Conicet sirve poco y nada a la Argentina. Que necesita ser desmantelado y transformado en otra cosa. Que la mayor parte de sus recursos están destinados a investigaciones ridículas. Que todo eso lo hace con el doble de personal que la NASA (sic). Más allá de los juicios infundados y con un claro sesgo ideológico, sí es necesario hablar sobre qué hace y qué no hace el Conicet en la actualidad. Desde todos los ángulos posibles. Porque este organismo, como la gran mayoría de los organismos públicos, tiene problemas que deben ser discutidos pero raramente son esos problemas los que se discuten cuando se lanzan declaraciones que sólo buscan generar impacto mediático y electoral. El debate sobre el Conicet y sobre la ciencia argentina tiene que ser serio. Esta columna quiere ser aporte a tal propósito.
En los últimos años, la Argentina ha tenido un notable aumento en el número de empresas jóvenes que buscan elaborar productos innovadores y presentan un gran potencial para diversificar la economía nacional. Las conocemos como empresas de base tecnológica (EBT) o startups. Puntualmente la biotecnología (medio por el cual se crean bienes disruptivos a través de seres vivos como microorganismos) es un sector importante de este fenómeno, y la mayor parte de las EBT de este sector (por no decir todas) han nacido del Conicet.
Estas empresas representan más de la mitad de las EBT argentinas que desarrollan tecnologías de frontera y cerca del 34% de las startups biotech latinoamericanas. Generan alrededor de 800 puestos de trabajos altamente calificados y traccionan inversiones privadas millonarias de distintas partes del mundo. Este proceso de creación, que observó un aumento notable recientemente, no está exento de desafíos: ¿qué obstáculos enfrentan estas empresas desde su inicio hasta su consolidación? ¿Qué sucede cuando estas empresas innovadoras, originadas con el respaldo del Estado, alcanzan un éxito impensado?
A veces imaginar la historia de una trayectoria personal es la mejor forma de comprender el funcionamiento de un sistema. Hagámoslo. Argentina, 2023. Un investigador del Conicet desarrolla un insumo biológico basado en un microorganismo. El insumo permite duplicar la cantidad de limones que puede dar un limonero en su vida útil, sin recurrir a ningún agroquímico. Es decir, nuestro investigador ha desarrollado su propio artefacto para multiplicar limones. Sin duda, un hallazgo. Es un hombre moderadamente ambicioso y es moderadamente bueno, como son la mayoría de los hombres. Sabe que su descubrimiento tiene potencial para generar mucho dinero, y que además puede ser beneficioso para varias cosas. Quiere compartirlo al mundo, y sacar provecho de la idea al tiempo que el mundo saca provecho de sus posibilidades.
Pero, ¿cómo logró llevar a cabo su idea? La voluntad y la disciplina de trabajo seguro le fueron necesarias, pero incluso con grandes dosis de ambas difícilmente le hubiera alcanzado. Para concretar su desarrollo, el investigador utilizó un laboratorio biotecnológico del Conicet y todas las herramientas y equipos disponibles en él, desde el descubrimiento del microorganismo hasta el desarrollo del bioinsumo. Además, acudió a instrumentos de financiamiento proporcionados por otros organismo públicos para llevar a cabo su proyecto en el laboratorio como la Agencia I+D+i. En otras palabras, el descubrimiento fue desarrollado en buena parte gracias al sistema científico y tecnológico de la Argentina.
El Estado fue el primer inversor del proyecto, el primero que asumió el riesgo de financiar ciencia. Como tal, debe ser retribuido, pero ¿por cuánto? Medir el valor generado por las instituciones estatales es difícil, simplemente porque es difícil medir el riesgo asociado al desarrollo de una tecnología. Lo que es seguro es que el Estado argentino debería recibir algo de todo eso que nuestro investigador puede llegar a lograr.
Pero sigamos con su historia. Una vez alcanzado el bioinsumo, el investigador —dijimos, un buen hombre, no carente de ambición personal en lo profesional y en lo económico— quiere comercializarlo. Para ello decide formar una startup, una empresa construida en torno a su hallazgo. No le será sencillo y requerirá de tiempo, muchísimo tiempo: entre 10 y 15 años es el tiempo que le toma a una idea científica materializarse y llegar al mercado.
Toda una vida. No solo eso. A lo largo del proceso existen grandes chances de que la empresa desaparezca y quede perdida en el temido “valle de la muerte”: ese momento crítico en el que el proyecto puede fracasar debido a la falta de financiación en una etapa temprana de desarrollo. Ahora, en caso de alcanzar el éxito (en el raro caso de alcanzar el éxito), los resultados serán seguramente extraordinarios: facturaciones millonarias para el investigador y una empresa dinámica e innovadora para el país. Pero la necesidad de financiamiento será constante: nuestro investigador lo precisará en cada etapa de crecimiento de la empresa, como también de las condiciones óptimas que le pueda ofrecer un país -que no necesariamente tiene que ser su país de origen- para su desarrollo. Sus decisiones personales muy probablemente estarán motivadas por estas necesidades.
En este sentido, para financiar el escalado industrial de su descubrimiento nuestro investigador tendrá que acudir a los llamados venture capital (VC) o capital emprendedor. El rol del VC es aportar financiamiento para iniciar el escalado comercial del emprendimiento científico y dar forma a la startup. En algunos casos también ayudan al científico a conseguir el expertise emprendedor y, sobre todo, a obtener financiamiento para iniciar la prueba piloto de su proyecto y dar forma a la startup. Así, de la misma manera que hicieron otros colegas que armaron empresas, y, aconsejado por el VC, el investigador muy probablemente decida que la formación de la compañía sea en Estados Unidos.
Si el objetivo es conseguir financiamiento y seguridad jurídica, la propuesta de radicarse allí es más que razonable, tanto desde el punto de vista del VC como en la propia perspectiva investigador: el país del Norte es uno de los ecosistemas empresariales más importantes del mundo. Ahora ¿qué implica esto? Básicamente la potencial “fuga” temprana de capacidades que se formaron en el ámbito local. Aunque parezca extraordinario —el salario de un investigador argentino vale un cuarto de lo que vale en Estados Unidos— muchas de las empresas de base tecnológica todavía mantienen sus actividad de I+D en Argentina, lo que es un aspecto positivo. Pero la lógica de deslocalización temprana es incompatible con la de generar un ecosistema emprendedor nacional sólido y capaz de generar constantemente nuevas startups y maximizar las posibilidades de impacto productivo que estas pueden tener en el país. Nuestro investigador también sabe todo esto y, si no lo sabe, sus limones se lo harán saber.
¿Hay una moraleja en esta historia, en esta crónica de una fuga anunciada? Por lo menos debería haber aprendizajes. Crear startups del seno científico es clave porque son el vehículo que permite transformar conocimiento científico en bienes y servicios comercializables. Esa transformación es necesaria para pavimentar el camino de desarrollo de un país. Por eso, el peor de los escenarios en el proceso de formación de startups es que sus emprendedores decidan operar fuera del país y que el Estado no reciba ninguna contribución por su aporte.
El mejor de los mundos sería que la empresa se quede, invirtiendo en I+D, creando empleo, exportando conocimiento, y de esta manera contribuyendo al armado de un ecosistema local, al mismo tiempo que retribuye al Estado por su participación. La historia del investigador que descubrió el bioinsumo puede tener elementos de fábula, pero no está para nada alejada de lo que sucede en Argentina en la actualidad. Hoy en día somos una mezcla de esos dos mundos. La solución no es trabar el desarrollo de startups sino fomentarlo y que en el proceso se genere una dinámica virtuosa entre el Estado, la ciencia y el sector emprendedor: queda claro que el aporte estatal es esencial para que se generen las ideas científicas que posteriormente podrían convertirse en startups. Pero alcanzar ese virtuosismo no es fácil. Indagar en las maneras de generar incentivos para que las empresas decidan ampliar el impacto de su contribución al país, medir el valor generado por el Estado y buscar mecanismos de retribución por su aporte en la etapa inicial de los proyectos es un primer y necesario paso.