Algunas visiones del desarrollo argentino oscilan entre el consenso voluntarista y el conflicto permanente. A partir de la experiencia de países desarrollados e igualitarios proponemos una mirada alternativa.
En los últimos tiempos, desde varios sectores se puso a los acuerdos sociales en el centro de los diagnósticos y propuestas sobre la economía argentina. Por un lado, se asocia la volatilidad macroeconómica a la inestabilidad en las coaliciones gobernantes, lo que se traduce en una dirección económica pendular o errática. Por otra parte, se repite desde diversos ángulos que la solución a ese problema es más política que económica: es necesario lograr acuerdos sociales más duraderos que puedan sostener políticas de mediano y largo plazo. En este diagnóstico confluyen analistas de ideologías variadas. A partir de ese punto la discusión se empantana. Creemos que muchas veces se insiste con invocaciones al consenso que albergan cierto voluntarismo y tienden a ignorar la centralidad de las relaciones de fuerza entre los actores económicos. Se suelen resumir en llamados a superar “la grieta”, ya sea a través de la formación de nuevas coaliciones o, en sus versiones más radicales, de la exclusión sin más del kirchnerismo. ¿Cómo pensar los acuerdos sociales que necesita el país sin caer en versiones lavadas del consenso que niegan el conflicto, las contradicciones de los intereses en pugna y las relaciones de fuerza?
La palabra grieta -un atajo simplista para nombrar a los altos niveles de polarización política y discursiva- es repetida una y otra vez para señalar, sobre todo desde los medios de comunicación dominantes, actitudes del gobierno actual supuestamente contrarias a la construcción de consensos, y para impugnar políticas redistributivas o que interfieren con el hipotético orden natural de los mercado. Desde ya, en su modo de uso más general es un concepto que no resiste el menor análisis desde las Ciencias Sociales: una sociedad capitalista, es decir construida en torno a la propiedad privada y a la venta de fuerza de trabajo de quienes no tienen otra alternativa, traza por definición una paleta de intereses materiales potencialmente contradictorios. Aunque a veces la política logra institucionalizar esas diferencias sociales de manera estable, el conflicto está siempre latente. Si uno observa los países capitalistas más desarrollados e igualitarios, por ejemplo Alemania, Austria, Holanda o las naciones escandinavas, el paisaje que nos devuelven (abstrayendo la cuestión de la pandemia) es el de sociedades estables, con inflación baja, sin mayores tensiones distributivas. Sin embargo, como postula la teoría de los Recursos de Poder, quizás la más importante en economía política comparada, el resultado distributivo en estos países, cristalizado en el Estado de Bienestar moderno, es consecuencia de una lucha de clases procesada dentro de las instituciones democráticas. En efecto, autores como Walter Korpi o Paul Pierson nos llaman la atención sobre tres aspectos. Primero, el consenso actual en esos países es emergente de conflictos pasados. En la primera parte del siglo XX y la inmediata posguerra, los partidos socialistas (luego devenidos socialdemócratas) promovieron el conflicto (en muchos casos como amenaza revolucionaria) para después negociar sistemas capitalistas que respetaran la propiedad privada, garantizaran las exportaciones industriales y construyeran un Estado de Bienestar extendido. Segundo, en aquellos (pocos) momentos en que el establishment y los empresarios quisieron “salir” de ese sendero igualitario (a través de la desregulación de la negociación salarial por actividad o recortes masivos al Estado de Bienestar) la respuesta ha sido (y es) invariablemente el conflicto y la huelga, promovidos por sindicatos, sectores de las clases medias y bajas y partidos de centroizquierda. En otras palabras, si tomamos la experiencia de los países centrales más igualitarios, vemos que el salto al desarrollo se dio en el marco de conflictos y acuerdos inter clases. ¿Hay consenso empresario para sostener un modelo igualitario en estos países? Sí y no. Lo hay si se mira en el paisaje actual, a primera vista: la convivencia del Estado de Bienestar con economías exportadoras de gran productividad con poco o nulo conflicto en las calles. No lo hay (o no lo ha habido ) si se observa el pasado, o si el empresariado opta por salirse (del todo) de ese modelo igualitario.
Tercero, los consensos fueron construidos sobre la base de determinadas relaciones de fuerza. Los empresarios no promovieron el Estado de Bienestar ni aceptaron su avance por sentimientos altruistas ni pura vocación dialoguista: lo hicieron en un contexto de fortalecimiento del poder de los trabajadores a través de los sindicatos y de los partidos electorales de clase. Según Korpi, es poco probable que empleadores inicien políticas de expansión de derechos sociales (en parte por intereses materiales y en parte porque fortalecen el poder de los trabajadores), pero en algunos casos pueden consentirlas como parte de una negociación. Ello se logra cuando surgen nuevas arenas de intercambio y acuerdos de suma positiva, es decir, en la medida en que ambas partes se ven beneficiadas. En este tipo de acuerdos los representantes de cada sector cedieron algo: por ejemplo, los empresarios aceptan mayores impuestos y regulaciones en el mercado de trabajo, y los trabajadores aceptan no afectar la propiedad privada, compromisos de paz social o incluir metas de productividad en los convenios.
Volviendo al terreno argentino, las implicancias de esta mirada dejan en un lugar incómodo a los actuales llamados a generar una estrategia de desarrollo “posgrieta”, con invocaciones voluntaristas al consenso. A la vez, desde una perspectiva de los partidos y sectores populares en Argentina —que es la que nos interesa abonar acá— a veces se concibe la elección de un curso más confrontativo con el establishment económico (por ejemplo, los gobiernos del Frente para la Victoria) o con aspiraciones más consensuales (la actual etapa del Frente de Todos) como caminos alternativos. Creemos que, en realidad, para pensar un proyecto popular estable esas nociones de consenso y (potencial) conflicto siempre tienen que ir juntas.
Damos dos ejemplos breves y puntuales para ilustrar en la práctica esta mirada más teórica, en los ámbitos de la política pública (agraria y laboral) en Argentina. El primero apunta al conflicto estructural histórico en torno a los precios de los alimentos. En diciembre del 2020 el gobierno nacional llegó a un acuerdo con la Cámara de la Industria Aceitera de la República Argentina (CIARA) y con el Centro de Exportadores de Cereales (CEC), las asociaciones que nuclean a las empresas responsables de casi la mitad de las exportaciones del país. Se conformó un fideicomiso para que, ante el aumento de los precios internacionales de los commodities agrícolas, las exportadoras subsidiaran por un año el precio del aceite comestible de girasol y de soja (mezcla) para el mercado interno. Ambos actores —el gobierno y las empresas— han salido de alguna manera favorecidos: el primero porque logra precios más bajos de los alimentos sin necesidad de subsidios públicos; los segundos porque, aunque no logran su preferencia inicial (seguir exportando sin aportar al fideicomiso), obtienen un mejor resultado que el que les hubiera producido un aumento de retenciones, los cupos de exportación y, en el peor de los casos, el cierre de exportaciones (como sucedió con el maíz a fines de 2020 y la carne en junio de 2021). Este acuerdo, acotado y facilitado por la estructura concentrada del sector, se dio en el contexto de una serie de diálogos y negociaciones más amplios entre el Gobierno y el Consejo Agroindustrial Argentino (CAA), que incluye mecanismos similares para el trigo y la carne y un proyecto de ley para promover la actividad agroindustrial a través de incentivos a la inversión y la adquisición de insumos. Aunque la situación actual sea más virtuosa que la dinámica de conflicto permanente, el intento del gobierno de lograr ciertos acuerdos con el sector agroindustrial a través del CAA se ve tensionado por el contexto de estancamiento económico, alza de los precios internacionales de los alimentos e inflación elevada.
Otro ejemplo es el de los “acuerdos de suspensión” de trabajadores por falta o disminución de trabajo, cuando arreciaban las consecuencias económicas de la pandemia en 2020. Ante la baja pronunciada, o directamente el cese de la actividad económica, en varios sectores, y aun con las ayudas del gobierno vía el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP) para pagar salarios, los empresarios reclamaban tener vía libre para suspender trabajadores pagando un porcentaje mínimo del salario. Los sindicatos, por supuesto, rechazaban ese camino. Finalmente, el Estado arbitró un acuerdo tripartito firmado por la CGT, la UIA, la Cámara de la Construcción y la Cámara de Comercio: las suspensiones masivas en contexto de pandemia solo se podrían realizar automáticamente al 75% del sueldo, sin control directo del Ministerio de Trabajo; y aquellas que se realizaran por debajo de ese umbral de ingresos en sectores críticos serían monitoreadas por el organismo estatal. Este acuerdo fue importante para sostener el nivel de empleo formal —que cayó mucho menos que en Chile o Estados Unidos, por mencionar dos casos— en un contexto de baja excepcional de la actividad económica.
Ciertamente, estos ejemplos son relativamente menores en cuanto al rumbo general de la economía. Sin embargo, sirven para ilustrar dos elementos que nos importa destacar. Primero, se trata de acuerdos recientes y concretos entre el Estado, empresarios y sectores laborales en áreas críticas donde nadie obtiene su primera preferencia y todos ceden algo, en aras de un resultado tangible, avalado por las firmas de los actores sectoriales: no se trata de instancias declarativas o de meros debates formales como el actual Consejo Económico y Social . Segundo, fueron acuerdos positivos —a nuestro juicio— que no pueden ser catalogados con liviandad como meras instancias de “conflicto” o de “consenso”. Son, más bien, combinaciones de ambas dinámicas, en donde un gobierno popular y eventualmente sus aliados sindicales hacen lugar a determinadas demandas empresariales . A la vez, los empresarios, que hubieran preferido el unilateralismo decisorio y la pura relación de mercado, dado un contexto de relaciones de fuerza, se avienen a negociar una “segunda mejor opción” .
En suma, estos episodios acotados iluminan nuestro punto más general: una dinámica de desarrollo o, al menos una deseable, que contemple a la vez la ineludible rentabilidad económica y la inclusión popular, no es resultado de un conflicto permanente ni de consensos “puros”. Es, más bien, aquella en que el Estado va articulando dosis variables de ambos componentes, y donde no pueden faltar la amenaza de conflicto desde el campo popular en el marco de relaciones de fuerza (con su componente electoral y organizativo), tanto como su disposición a llegar acuerdos concretos que preserven y estimulen el principio de rentabilidad y productividad inherente a una economía capitalista en crecimiento. En una sociedad con intereses económicos tan asentados y diversos, tanto el desarrollismo voluntarista, que elude el análisis de relaciones de fuerza, como la política del conflicto permanente, carecen de efectividad. Somos conscientes que esta combinación ideal que podríamos resumir en “(amenaza de) conflicto + consenso” era más factible en una etapa anterior a la globalización, donde los países igualitarios mencionados arriba enfrentaron menos presiones competitivas de la economía internacional. Ello permitía administrar mejor las dosis de conflicto y acuerdos de suma positiva. En un mundo de internacionalización económica posindustrial, se trata de una estrategia más complicada. Finalmente, y más allá de las invocaciones generalistas al consenso y al desarrollo, urge encontrar una salida no regresiva a la inflación en Argentina, que contemple algún tipo de acuerdo inter organizaciones de clase: el 53% de inflación anual torna inviable cualquier estrategia de mediano plazo, ya sea una más desarrollista o una más distribucionista. Los actores que se referencian en el campo popular tienen que ser especialmente conscientes de esta urgencia.