Milei no cree en la lucha contra el cambio climático pero se sirve del impuesto a los combustibles y al dióxido de carbono, impulsados en parte por la convicción contraria. En cualquier caso, este tipo de tributos debería formar parte de todo sistema impositivo.
A contramano de 143 países, Argentina integra junto con Rusia, Nicaragua, Irán, Venezuela y Corea del Norte el extravagante grupo que no adhirió al Pacto para el Futuro, un acuerdo global para dar respuesta a los desafíos más urgentes del siglo XXI (que van desde la pobreza hasta el cambio climático). El presidente Milei no cree, como ha dicho en repetidas ocasiones, en la lucha contra el cambio climático. Sin embargo, hay señales que indican que su escepticismo es, por lo menos, relativo. Por ejemplo, la actualización del impuesto a los combustibles líquidos y al dióxido de carbono ha sido uno de los instrumentos que apuntalaron el ajuste que encaró su administración y, según el presupuesto presentado al Congreso, también su estrategia para el año 2025. Decimos “sin embargo” porque estos son impuestos sostenidos, en parte, por la convicción de que el cambio climático sí existe. Son mecanismos de precios al carbono.
Una familia que cocina su cena y maneja su auto hasta la escuela de los hijos y el trabajo, una empresa que utiliza combustibles en sus procesos, o que cría ganado y/o deforesta, son sólo algunas de las actividades diarias que ocurren en una economía y que tienen asociada la emisión de gases de efecto invernadero (GEI), como el dióxido de carbono, responsables del deterioro del ambiente y del cambio climático. Estos gases se acumulan en la atmósfera dañando el planeta por siglos. Es un problema que requiere de la intervención de los Estados con el objetivo de que las personas y las empresas internalicen el costo ambiental al momento de decidir si consumen o producen bienes que generan emisiones de GEI y en qué cantidades lo hacen. Una de las formas que puede tomar esta intervención son los impuestos que buscan encarecer relativamente dichos bienes o servicios, permitiendo que quienes generan el daño ambiental decidan si pagan el mayor costo o buscan reducir las emisiones.
Entonces, Milei no cree en la lucha contra el cambio climático pero se apalanca en el impuesto a los combustibles y al dióxido de carbono ¿Es esto contradictorio? No necesariamente, pero es por lo menos llamativo. Lo que ocurre es que estos impuestos tienen otra particularidad: gravan consumos que responden poco a los cambios de precios, como la energía y el transporte, y de baja evasión (pudiendo alcanzar actividades en la informalidad), de modo que permiten aumentar la recaudación a bajo costo. Son muy buenos impuestos para recaudar, y Milei puede no creer en la lucha contra el cambio climático, pero también ha demostrado ser pragmático. El accionar del gobierno está motivado principalmente por su contribución al ajuste fiscal.
En este caso, podemos estar de acuerdo con el Presidente en los medios, pero nuestras principales razones son diferentes, y esto es muy importante. Al no tener como motivación el cuidado del ambiente, se pasan por alto las deficiencias que tiene la implementación actual de estos instrumentos en Argentina. Ponerle un precio al carbono es deseable, está en línea con los compromisos ambientales asumidos por Argentina y es una tendencia creciente en el resto de los países del mundo. Entre los países que le ponen un precio al carbono consistente con los esfuerzos necesarios para cumplir con los objetivos ambientales se encuentran, por ejemplo, Suiza, Holanda, Suecia, Dinamarca y Noruega. A simple vista, un grupo de naciones más virtuoso que el que rechazó el Pacto para el Futuro. Sin embargo, el precio al carbono argentino resultante de los impuestos a los combustibles y al dióxido de carbono en Argentina está sujeto a diversos problemas.
Primero, es de los más bajos del mundo e incluso se vuelve negativo al considerar los subsidios energéticos, de modo que la señal que envía es insuficiente para generar los cambios de comportamiento deseados. Segundo, existen diferentes exenciones, reembolsos, y tratamientos preferenciales sobre combustibles (“zona sur” del país, diferencias entre naftas y gasoil/diesel; exención al gas natural y biocombustibles, por ejemplo) y sectores (industrial, por ejemplo) que, además de representar gastos tributarios (ingresos fiscales que se dejan de percibir), reducen el precio al carbono. Tercero, el precio al carbono en Argentina sólo grava a las emisiones asociadas al consumo de productos energéticos, existiendo otras fuentes de emisiones que también son importantes y no están gravadas, como las asociadas a la cría de ganado, los procesos industriales y la disposición de residuos.
Hay muchísimo para mejorar en gravar lo que daña el ambiente y hay mucho a tener en cuenta. Prácticamente toda decisión de política implica una disyuntiva: por más que sus intenciones sean “buenas” (por lo menos para aquellos que sí creemos en la lucha contra el cambio climático), no está exenta de costos. En este caso, es necesario considerar los potenciales impactos negativos sobre la competitividad de las empresas y la pobreza y la desigualdad. Una empresa que opera en un país con un precio al carbono está en desventaja en comparación con una empresa exactamente igual que opera en un país sin un precio al carbono o con uno más bajo. Por otro lado, encarecer el precio relativo de bienes y servicios que suelen explicar una parte importante del presupuesto de los hogares de bajos ingresos como la energía y el transporte puede aumentar la pobreza y la desigualdad. No son cuestiones menores, y tienen que estar en el corazón del debate cuando discutimos nuevos instrumentos para asegurar su viabilidad social y política.
Pero no nos olvidemos de que estos mecanismos de precios al carbono son una importante fuente de ingresos públicos. Entonces es clave la forma en que se “reciclan” los ingresos generados, los cuales pueden ser utilizados para compensar a los hogares más vulnerables, reducir impuestos distorsivos como cargas patronales e ingresos brutos, y brindar incentivos a proyectos e inversiones amigables con el ambiente para facilitar la transición hacia una economía baja en carbono, mitigando las consecuencias negativas en términos de competitividad y distribución del ingreso. Es decir, el beneficio de implementar bien estos instrumentos puede ser doble: el ambiental y una mayor eficiencia de la recaudación y/o del gasto público.
En suma, lejos de ser sólo una simple oportunidad para la coyuntura, estos impuestos deberían formar parte de cualquier sistema impositivo, creas o no en la lucha contra el cambio climático. Si no crees, la justificación (que pareciera haber hecho mella en el gobierno de Milei) va por el lado de que representan una sólida fuente de recursos públicos. Si crees en el cambio climático y en la necesidad de combatirlo, a lo anterior se suma que estos mecanismos son una herramienta fundamental para reducir las emisiones de GEI y promover la transición hacia una economía baja en carbono.
La pregunta clave es cómo diseñar estas herramientas para asegurar su viabilidad social y política en una economía con diversas vulnerabilidades como la falta de competitividad, la pobreza y la desigualdad. Se necesita un enfoque integral que tenga en cuenta que los cambios estructurales no son inmediatos, que apunte a un uso racional de los recursos, y que combine políticas de precios al carbono con otras que faciliten la transición incluyendo la promoción de la eficiencia energética y el desarrollo de energías renovables.