Cuando los humedales salen en los grandes titulares de los medios o en boca de funcionarios públicos de alto rango, suele ser en el marco de catástrofes: el incendio que arrasó con el 12% de la Provincia de Corrientes en 2022, el que se cobró 300 mil hectáreas del Delta del Paraná en 2020, o las terribles inundaciones en la Provincia de Buenos Aires en el 2013. Estos sucesos lograron colocar la agenda ambiental en el ojo público, se generó un mayor conocimiento del valor ecosistémico de los humedales y se consolidó una demanda de acción hacia el Estado. Sin embargo, las urgencias no siempre son amigas de las soluciones. La necesidad política de dar una respuesta inmediata a los incendios o las inundaciones va muchas veces a contramano del diseño de políticas que aborden problemáticas tan dinámicas y multidimensionales.
Este abordaje emergentista no es casualidad: parte de la idea de que la naturaleza es una entidad disociada de nuestra vida cotidiana. Nada más alejado de la verdad. Pero el “ambiente” no solo se refiere a la selva amazónica a 3400 km de distancia o a arrecifes de coral paradisíacos en Australia: somos también las siete mil millones de personas interactuando entre nosotras y con el medio que nos rodea. Son tradiciones culturales, intereses en pugna y actividades productivas, vinculadas a ecosistemas biodiversos y frágiles, especies exóticas, paisajes maravillosos. Entender al ambiente desde una perspectiva de socioecosistemas implica salir de la visión fragmentaria que contrapone a los seres humanos con la naturaleza, y a la sostenibilidad ambiental con la social y económica.
Ejemplo de esta diversidad y superposición de realidades son los salares de la Puna argentina. Además de ser ecosistemas de humedal, contienen cuantiosas reservas de litio en salmuera, un elemento central para la transición hacia la electromovilidad. Esto hace que sobre ellos convivan las voces a veces grandilocuentes de la transición energética global hacia energías bajas en carbono, la lucha contra el cambio climático, las cumbres internacionales de la ONU y el discurso de “cómo se atreven” de Greta Thunberg, con los autos Tesla y los delirantes tuits de Elon Musk anunciando exploraciones a Marte.
Paralelamente a esta gran gesta global, las promesas de “oro blanco” resuenan en los canales de televisión y los pasillos de los ministerios argentinos: acaloradas discusiones sobre cómo “agregar valor” al recurso para pasar de la extracción de litio a la producción de autos y baterías. Entre planillas de cálculo y lanzamientos oficiales, se entrevera la esperanza de un desarrollo productivo federal, de la generación de empleo y, acaso, de la resolución de la escasez crónica de dólares y la inflación.
Sobre las alturas del salar, encontramos un paisaje de postal, plagado de guías turísticos y extranjeros sacándose fotos. En esta misma panorámica, cercanos a puestos artesanales y restaurantes de empanadas norteñas, transitan y viven sobre los salares hace generaciones comunidades kollas, atacameñas y qom y pueblos originarios. A pocos kilómetros, se llega a vislumbrar una operación litífera, con piletones de agua que iluminan la blancura del paisaje, trabajadores que visten mamelucos con logo de una PyME argentina, y un gran cartel de una empresa australiana.
De esta manera, los humedales albergan una multiplicidad de actores e intereses, por momentos contradictorios, que entran en tensión en los territorios. Y haya o no regulaciones que los arbitren, estos existen e interactúan entre sí. Incluso, cuando hay normas, no basta su sola existencia para que los objetivos que busca impulsar se cumplan. En este marco, una ley de humedales, al igual que otras leyes de presupuestos mínimos de protección ambiental, es una herramienta regulatoria que busca establecer un piso de protección sobre los ecosistemas. No obstante, lejos de ponerlos dentro de una caja de cristal, se vincula a una multiplicidad de actores, actividades y tradiciones que la preceden.
La sanción de una ley, por supuesto, no resuelve por sí misma la contraposición de intereses, no apaga incendios ni evita las sequías o el cambio climático: genera reglas e instrumentos para conocer y ordenar el territorio. Su función es intervenir en ese diálogo que ya existe aportando límites y generando previsibilidad de manera de cuidar, para nuestra generación y las siguientes, los valiosos servicios ecosistémicos que los humedales brindan. De esta forma, la ley es un medio y no un fin en sí mismo, y es una más de las herramientas para cumplir con esa misión de cuidado y preservación: también precisamos financiamiento, fiscalización, comunidades activas y gestión municipal, entre muchas otras. La aprobación de la ley no debe ser anécdota ni generará soluciones milagrosas. Es un paso más en el largo sendero que busca transformar nuestra manera de vincularnos con el medio y entre nosotros mismos.
Y es por eso que, a pesar de llevar una década discutiendo la sanción de una ley, el camino recorrido no fue en vano. Los tres intentos de aprobación, con sus discusiones, marchas y desencuentros, permitieron profundizar el conocimiento sobre los ecosistemas, favorecieron una creciente articulación entre los actores involucrados en los territorios e impulsaron iniciativas de conservación ambiental. Se diseñaron guías de buenas prácticas para el sector agropecuario y forestal, se comenzó a inventariar humedales en varias provincias, organizaciones ambientalistas trabajaron con gobiernos municipales en iniciativas de conservación y miles de vecinos en todo el país armaron proyectos de gestión ambiental en sus barrios.
Conquistar la ley es un paso, pero no es el primero ni debiera ser el último. Porque los humedales están ahí, incluso cuando no se prenden fuego, incluso cuando no los nombran.