Pese a limitar el desempeño productivo del sector agrícola y a tener un impacto distributivo ambivalente, los derechos de exportación se han mantenido a lo largo de los distintos mandatos.
Argentina es uno de los pocos países donde se implementan impuestos a la exportación, más conocidos como «retenciones», de manera permanente, aplicados a una gran cantidad de productos y con alícuotas relativamente altas. No sólo eso, somos un país en donde el peso de ese tributo en las finanzas públicas nacionales es notable: en el 2022 representó el 6,6% de la recaudación total.
Estamos a contramano del mundo: sólo 38 de una muestra de 116 países implementan retenciones y, si consideramos sólo aquellos en los cuales las retenciones tienen un peso superior a 0,5%, nos queda un selecto club de cinco países del que formamos parte (junto con Kazajistán, Rusia, Islas Salomón y Costa de Marfil).
¿Por qué gran parte del mundo no utiliza este tipo de instrumentos como los usamos nosotros?
Básicamente porque las retenciones entran en el podio de los impuestos más distorsivos que existen: desalientan la producción, las exportaciones y la inversión, gravando el valor de venta con una alícuota que, en el caso de los commodities agrícolas, es de las más altas.
En otras palabras, limitan el potencial productivo del agro y generan desigualdades en su interior. No obstante, eliminar los derechos de exportación (DEX) a la soja, el maíz y el trigo de un día para el otro no es una opción: hoy representan el 1,4% del PIB.
Por eso, la pregunta crucial es: ¿cómo sustituir progresivamente las retenciones sin lesionar gravemente las finanzas públicas?
Una primera respuesta es que, al eliminar o reducir sensiblemente las retenciones, van a aumentar los ingresos de los productores y también la producción, lo que significa que va a crecer la recaudación de otros impuestos coparticipables como ganancias e IVA, compensando así parte de la pérdida. Desde ya, esto no se dará de forma inmediata e implicará un gran esfuerzo de fiscalización por parte del Estado, pero ese es un horizonte de expectativa posible.
Como un botón de muestra, tenemos la breve y no tan lejana experiencia del gobierno de Cambiemos, que redujo las alícuotas del 35% al 30% para soja y las eliminó completamente para el maíz y el trigo desde el 20% y 23% respectivamente. Estos cambios produjeron una sustitución del cultivo de soja en favor del maíz, lo cual es ambientalmente más sostenible, y un aumento del 35% en la producción de trigo y del 25% en el consumo de fertilizantes, que es un indicador de inversión.
En síntesis, se obtuvieron mejores resultados, no solo en términos económicos sino también en materia de sustentabilidad: se extendió la rotación de cultivos y se le puso techo a la tendencia del monocultivo de soja.
¿Cuánto sería el número del recupero de recaudación en caso de una eliminación o reducción sensible de las retenciones para el agro?
Si bien no es sencillo de calcular, las estimaciones disponibles sugieren que ese valor es cercano al 60%: 60 de cada 100 pesos que se dejarían de recaudar por bajar retenciones se recuperarían por otras vías. Además, más producción e inversión implica beneficios en más de un aspecto, no sólo el fiscal: representaría un aumento en los márgenes de los productores y la inversión que impulsaría las economías locales, potenciaría los eslabonamientos productivos y mejoraría el cuidado del suelo.
¿Por qué se sostuvieron durante tanto tiempo si existen otros instrumentos tributarios más virtuosos en términos productivos y distributivos?
De cualquier manera, la eventual compensación de la pérdida de recaudación no bastaría para suplir totalmente el ingreso fiscal por retenciones: hay que buscar otras alternativas para la sustitución progresiva de los derechos de exportación. Es decir, repensar un nuevo marco fiscal para el agro.
Actualmente, los inmuebles rurales se encuentran exentos del pago del impuesto a los bienes personales. La eliminación de ese gasto tributario permitiría recuperar parte de la recaudación que se pierde por disminuir retenciones.
Para alcanzar mayor progresividad, el impuesto a las Ganancias debería incorporar una sobretasa por renta de los recursos naturales en función del precio internacional. De esta forma, en los ciclos de precios altos, el Estado obtiene una participación de esa renta extraordinaria. En esta transición, el Estado deberá poner todo su esfuerzo en optimizar la fiscalización tributaria para reducir la evasión y lograr alcanzar consensos políticos para llevar a cabo la reforma fiscal necesaria.
Si bien aquí ahondamos en la discusión fiscal —¿cómo sustituir progresivamente las retenciones sin desfinanciar al Estado?—, hay otros argumentos a favor de mantener las retenciones. El primero tiene como eje central la distribución: destaca el rol que cumplen los DEX como una herramienta de política para desacoplar los precios internacionales de los locales. Así, se alcanzaría una suerte de «canasta alimentaria» a precios argentinos consistente con el salario de los trabajadores locales.
Es un argumento con mucha tradición en la historia económica, que a veces se repite de forma casi automática: en la realidad no se suele verificar esa canasta básica, en buena parte porque el peso del bien primario (el grano de trigo o maíz) sobre el precio de los bienes de consumo final suele ser baja. La segunda fundamentación para sostener retenciones es que promueven cierta industrialización de la soja, el maíz y el trigo, especialmente en el agregado de valor primario, el primer procesamiento.
No obstante, existen sobre la mesa instrumentos más eficientes y menos distorsivos para incentivar el agregado de valor industrial sin perjudicar a la producción primaria, por ejemplo una mayor inversión pública en I+D y el otorgamiento de subsidios en etapas tempranas del desarrollo de una innovación.
Estos argumentos desde ya son atendibles y ameritan un debate que excede la extensión de esta nota, pero los mencionamos aquí porque precisamente lo que tenemos que hacer es comenzar a discutirlos.
Algo más indiscutible es que la continuidad de este tributo en la historia argentina -y en particular durante los últimos 20 años- se explica menos por sus virtudes distributivas y productivas que por la facilidad que tiene el Estado nacional para su recaudación y por las constantes restricciones presupuestarias que le impiden modificarlo por uno mejor.
Volvemos a decirlo para que quede bien claro. En lo inmediato, las retenciones no deben ser removidas sin considerar la sustitución de ese ingreso para el fisco. Las retenciones tienen una función en determinados contextos, en particular contextos de emergencia económica. De hecho, este tipo de contexto es el que propició que el Estado nacional vuelva a cobrar retenciones en la poscrisis de 2001.
Y si bien hoy también estamos en un contexto crítico, no se puede restringir la discusión sobre un nuevo marco fiscal para el agro con la emergencia permanente como ruido de fondo. El momento de pensar y debatir alternativas es ahora.
Alcanzar un sendero de desarrollo precisa de impuestos más progresivos y virtuosos en términos productivos: limitar el potencial del principal sector exportador y pionero en materia de innovación no es la solución para el problema que tenemos.
El momento político actual prueba que hay que dar las discusiones incómodas más temprano que tarde. Si se persiste en demorarlas, se saldan del peor modo: sin datos y sin consenso.