Progresismo y retenciones: una invitación a desandar el camino

En 2002, las retenciones agrícolas se restablecieron en medio de una de las peores crisis económicas de la Argentina. Su objetivo era amortiguar el impacto de una megadevaluación que transfería grandes recursos al sector agroexportador y perjudicaba a la gran mayoría de la sociedad. No obstante este inicio en un contexto de emergencia severa, las retenciones se sostuvieron y fortalecieron en los años siguientes, en el marco de aumentos extraordinarios en los precios internacionales de las materias primas. Su continuidad en el tiempo se explica más por su poder recaudatorio que por sus objetivos productivos y distributivos: se han convertido en una fuente regular de ingresos tributarios para un Estado nacional que desde hace años atraviesa dificultades financieras evidentes. Más aún, se han convertido en una pieza esencial de discursos y programas de gobierno de orientación progresista. ¿Qué conclusiones podemos extraer de esta política, más de veinte años después de su nacimiento? ¿Qué fines persigue? ¿En qué medida cumple con esos fines?

Las retenciones permiten recaudar, pero al costo de limitar el desempeño productivo y exportador del sector agrícola: desincentivan la producción y las exportaciones y llevan a un sistema productivo menos intensivo en tecnología, lo que ha resultado en el estancamiento del sector agrícola argentino frente a sus competidores. Argentina es el único país entre los grandes exportadores agrícolas cuyas exportaciones sectoriales decrecieron en los últimos diez años. Para ofrecer un nuevo modelo de desarrollo, centrado en el crecimiento exportador, debemos revisar los impuestos a las exportaciones de uno de los sectores con mayor potencial para apalancar ese crecimiento.

Distribuir, diversificar, recaudar: pero, ¿a qué costo?

Los derechos de exportación se fundamentan en argumentos distributivos, productivos y fiscales. Entre los primeros, se destaca que permiten contener el precio interno de alimentos que forman parte de la dieta de consumo local y que tienen un peso preponderante en la canasta de consumo de los sectores populares, tales como las carnes, el pan y las pastas. Al reducir el precio que percibe el productor por la exportación de estos productos (o bien de los insumos que se utilizan para su producción, como el maíz y el trigo), lograrían desacoplar el precio local del internacional, especialmente en situaciones donde las materias primas agrícolas experimentan precios muy elevados.

Sin embargo, la efectividad de este instrumento para contener el precio interno de los alimentos es cuestionable. El precio final está determinado por una serie de costos que intervienen a lo largo del proceso de producción y exceden a los bienes primarios: la materia prima es sólo una parte de esa estructura de costos y, en general, representa un porcentaje bajo del precio final. Esto hace que los DEX reduzcan en buena medida el precio del bien primario, pero no necesariamente el de los productos derivados. Por ejemplo, la incidencia del grano de trigo sobre el precio del pan es aproximadamente del 13%. Asumiendo un traspaso total de los DEX al precio del grano, la alícuota vigente para el trigo reduciría un 12% el costo de un insumo que representa el 13% del precio del bien final, lo que da como resultado una incidencia de tan solo el 1,5% sobre el precio del pan. Si bien estos valores pueden variar dependiendo del producto y de la cadena agroalimentaria en cuestión, el punto es que la mayor parte del precio de los alimentos se explica por otros factores (tales como costos de procesamiento, distribución y comercialización). De modo que lo que se produce no es tanto un subsidio al consumidor final como al consumidor intermedio que procesa las materias primas gravadas.

Otro argumento de orden distributivo se centra en la progresividad: los derechos de exportación tienden a recaer sobre los deciles de mayores ingresos de la población, lo cual es parcialmente cierto. Sin embargo, son regresivos al interior del sector agrícola, dado que no consideran la estructura de costos de los productores. Un productor del sur de la provincia de Santa Fe y un productor del noroeste argentino pagan una tasa del 12% sobre el precio de la tonelada de maíz que venden, con independencia de que al primero le haya costado 20 producirla y al segundo le haya costado 50. Esto penaliza a las explotaciones menos rentables que, por ejemplo, se ubican más lejos del puerto (y entonces tienen mayores costos de transporte) y/o están alejadas de la zona de mayor productividad del suelo (y entonces obtienen rendimientos menores), lo cual termina por favorecer la concentración de la producción al dificultar la entrada y permanencia de las explotaciones menos rentables.

Un segundo conjunto de argumentos es de orden productivo: las retenciones sirven para promover la diversificación productiva y la agregación de valor. En primer lugar, serían una forma de dar respuesta al desequilibrio de la estructura productiva argentina al hacer que el agro —un sector que en principio tendría escasa capacidad para agregar valor y generar empleo— opere con un tipo de cambio de exportación menor al de la industria, canalizando así recursos hacia este último sector. Sin embargo, este argumento omite las transformaciones en la estructura del sector agrícola de las últimas décadas: conformación de cadenas agroindustriales que trascienden a la producción primaria para incluir bienes industrializados; incorporación de un amplio paquete tecnológico para mejorar los procesos productivos en su etapa primaria (como fertilizantes, herbicidas y semillas); y emergencia de una industria proveedora de bienes y servicios agrícolas. Esta complejización del agro desafía las interpretaciones previas sobre su escaso potencial para contribuir a la agregación de valor y la generación de empleo e innovación.

A su vez, generalmente el diseño del tributo a la exportación comprende un esquema de alícuotas decrecientes con el grado de transformación, donde los productos básicos tributan una alícuota mayor que los elaborados: el poroto de soja, por caso, paga una tasa más alta que la harina y el aceite de soja. El gravamen más elevado que recae sobre el bien primario implica un subsidio implícito para la producción de sus derivados, dado que baja el costo de la materia prima y “premia” el procesamiento con un gravamen más bajo. Si bien esta estructura tributaria escalonada puede haber contribuido a la creación de nuevos sectores, como la industria de molienda de soja, lo ha logrado a costa de limitar el desempeño agregado del agro: los derechos de exportación —al menos en la configuración que han tenido en las últimas décadas: alícuotas fijas y elevadas sobre una gran cantidad de productos y sostenidas por varios años— han tenido un impacto negativo sobre el desempeño del sector agroindustrial al afectar su nivel de inversión, producción y exportaciones. Entre 2002 y 2015, Argentina fue el país del Mercosur que registró la menor tasa de crecimiento en cultivos extensivos y en las exportaciones de granos y subproductos. Además, las retenciones llevan a una producción menos intensiva en tecnología, dado que empeoran la relación insumo-producto: la cantidad de fertilizante que puede comprar un productor argentino con la venta de una tonelada de soja o de maíz es bastante menor a la de productores de países vecinos que no tienen impuestos a las exportaciones, como Brasil o Uruguay.

Estas tesis se confirman cuando observamos lo que sucedió luego de la última reducción de los derechos de exportación en el país. La rebaja impositiva de diciembre de 2015, combinada con la liberación de restricciones a las exportaciones (como los cupos de exportación), produjo un aumento del 35% en la producción de trigo y del 25% en el consumo de fertilizantes, que representa un indicador de inversión. A su vez, el cambio de precios relativos impulsó una mayor sustitución de la soja en favor del maíz, favoreciendo una rotación de cultivos ambientalmente más sostenible.

Finalmente, hay razones de orden fiscal: las retenciones permiten recaudar en volúmenes importantes. Desde 2002, la participación de los derechos de exportación a la agroindustria sobre la recaudación total ha promediado el 5,5%, con un pico de 8,6% en 2003. En 2022 fueron el cuarto impuesto nacional de mayor recaudación, sólo detrás de IVA, Ganancias y los aportes y contribuciones a la seguridad social. La recaudación de derechos de exportación al maíz, el trigo, la soja y los derivados de soja representarán cerca del 1,4% del PIB en 2024. Además, son un impuesto difícil de evadir y que recauda en su totalidad el Estado nacional. El principal desafío a resolver para avanzar en la remoción de las retenciones no proviene de sus efectos productivos, ni distributivos, sino de su impacto fiscal.

Hacia un nuevo marco fiscal para el agro

Esta función recaudatoria no es para nada menor, especialmente en el contexto de emergencia fiscal actual. Sin embargo, como ya mencionamos, las retenciones limitan el desempeño productivo y exportador del agro y generan inequidades regionales y al interior del sector. Existen alternativas tributarias menos distorsivas y más equitativas para contribuir al financiamiento del sector público. Desde Fundar proponemos una reforma orientada a reemplazar los derechos de exportación por impuestos sobre las ganancias y la propiedad, con el objetivo de mantener el nivel de recaudación, pero permitiendo un mejor desempeño productivo del sector agrícola y mejores resultados distributivos. Para avanzar hacia este régimen tributario se deben abordar desafíos técnicos y políticos.

En primer lugar, la reducción de los derechos de exportación generará un excedente sobre los ingresos de los productores agrícolas. Buena parte de ese excedente quedará alcanzado por el Impuesto a las Ganancias, ampliando su base imponible potencial y permitiendo compensar una buena parte de la pérdida recaudatoria. Sin embargo, para hacer efectiva esa recaudación, deben fortalecerse las capacidades estatales de fiscalización tributaria, dado que el Impuesto a las Ganancias usualmente presenta mayores niveles de evasión y su cumplimiento requiere mayores esfuerzos de control.

En segundo lugar, el Impuesto Inmobiliario Rural, que recae sobre un activo patrimonial, se determina sobre la base de valuaciones fiscales que están muy lejos de los precios de mercado de los inmuebles. Esta clase de bienes, a su vez, están exentos del pago de Bienes Personales, otro tributo que recae sobre la propiedad. Actualizar las valuaciones y eliminar exenciones son dos formas posibles de fortalecer la recaudación de tributos que recaen sobre la tierra. Sin embargo, primero se debe crear espacio fiscal: reducir los derechos de exportación es condición necesaria para fortalecer los impuestos que recaen sobre la propiedad rural. De lo contrario, se agrega presión fiscal desordenadamente, con posibles efectos negativos sobre la producción, y se enfrenta la resistencia del sector.

Esto nos lleva a los desafíos políticos: avanzar en esta reforma al marco tributario del sector agrícola requiere administrar la puja distributiva entre la Nación y las provincias en torno a la renta agraria. Los derechos de exportación son de recaudación exclusivamente nacional, mientras que los impuestos que se proponen como sustitutos son coparticipables (Ganancias y Bienes Personales) o locales (Inmobiliario Rural). Mientras la Nación perdería una fuente importante y exclusiva de recaudación, las provincias —especialmente las de base agrícola— serían ganadoras netas. Sin una compensación para el Estado nacional, será difícil avanzar: necesitamos un acuerdo fiscal entre niveles de gobierno que distribuya equitativamente los costos y beneficios de la transición y del marco resultante.

Desandar el camino

La propuesta es una invitación a revisar una política que ha sido un eje central de gobiernos y discursos de orientación progresista y desarrollista. Las retenciones limitan el crecimiento de la producción agrícola y, al llevar a un sistema productivo menos intensivo en tecnología, también limitan la expansión de actividades vinculadas a la producción primaria: detrás de un biofertilizante, una semilla resistente a la sequía, un sistema de riego o una cosechadora hay puestos de trabajo y mucho conocimiento aplicado. El crecimiento de la producción primaria es también una oportunidad para traccionar esas actividades más intensivas en trabajo y conocimiento.

Para ofrecer un modelo de desarrollo pro exportador debemos pensar nuevas políticas para el sector agrícola, que trasciendan a las retenciones para dar paso a un nuevo régimen tributario. Desandar ese camino no tiene por qué ser una renuncia a recaudar impuestos, ni a distribuir el ingreso, ni a hacer política productiva, sino una oportunidad para perseguir los mismos objetivos con mejores instrumentos. Después de todo, las retenciones no son buenas o malas en sí mismas: son un instrumento de política pública y, como tal, hay que juzgarlas por la medida en que logran cumplir con los objetivos que se proponen. En ciertas circunstancias pueden ser útiles y hasta necesarias, como en la salida de la convertibilidad o en la coyuntura de crisis económica actual. Pero lo que surgió como una herramienta transitoria se ha vuelto permanente y, más aún, se ha convertido en una pieza esencial de discursos y programas de gobierno. El sector agrícola debe hacer su aporte a las finanzas públicas, debemos seguir garantizando el acceso a alimentos básicos y distribuyendo el ingreso y el Estado tiene un rol fundamental en promover la agregación de valor. No es una invitación a revisar los fines: es una invitación a revisar los medios. Bienvenido sea el debate.

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