En 1986 la victoria de la Copa del Mundo coincidía con una democracia recién estrenada y la ilusión de estabilidad económica. El anuncio del Plan Austral parecía ser la solución. Teníamos la expectativa de ganarle a los ingleses, a Alemania y a la inflación. Alfonsín y Bilardo. Sourrouille y Maradona.
Sin embargo, en el ‘89 lo único que nos quedaba era el recuerdo de un gol: al éxito inicial de la estabilización macroeconómica le sobrevino una hiperinflación. Con este nuevo Mundial en juego, vale la pena preguntarnos cómo se encuentra la Argentina hoy. Parar la pelota y pensar cómo nos ha ido en las últimas tres décadas en términos de crecimiento y desarrollo en relación con otros países de la región.
De acuerdo con los datos del World Economic Outlook (WEO), entre 1986 y 2021 el PBI per cápita de la Argentina -expresado en paridad del poder adquisitivo en dólares- creció un 34%, quedando así muy por detrás de otros países como Perú (72%), Colombia (95%), Uruguay (104%) y Chile (212%).
Este crecimiento no fue solo lento, sino también inestable: desde la última victoria contra los ingleses, el país sufrió en promedio una recesión cada dos años y medio. Las consecuencias de estos ciclos de expansión erráticos se evidencian en el deterioro del tejido social: durante los últimos 35 años los niveles de pobreza han oscilado entre el 25% -en los mejores momentos- y el 60% en periodos de crisis.
De lo anterior se torna evidente que en Argentina nos está costando dar vuelta el partido y recuperar el ritmo de crecimiento que tienen otros países a nivel global y regional. En parte esto se explica porque en nuestro país persiste un modelo de crecimiento agotado, sostenido principalmente por las ganancias del comercio de nuestros recursos naturales. Este apela a financiar nuestras importaciones con las divisas que provienen de las exportaciones de nuestros commodities.
Trigo, soja y carne a cambio de maquinarias, combustibles e insumos para la producción industrial. La fórmula parece sencilla y ha demostrado funcionar para algunos países: tal es el caso de Australia, que cuenta con condiciones geopolíticas diferentes, una mayor dotación de recursos naturales y menos población entre la que repartir las ganancias. En cambio, para la Argentina no.
En nuestro país para crecer económicamente necesitamos importar cada vez más bienes intermedios y de capital, pero las divisas que provienen de las exportaciones no son suficientes para financiar lo que compramos al exterior. Este fenómeno, conocido también como «restricción externa», representa un límite para sostener en el tiempo el crecimiento económico y suele solucionarse a partir del endeudamiento o la devaluación. Cuando los recursos naturales no son suficientes se vuelve imprescindible conseguir dólares en otro lado, y entonces las soluciones son los mercados financieros internacionales o confiar en la mano de Dios: precios internacionales que nos hagan más competitivos para el exterior.
Desde mucho antes del ‘86 pendulan en nuestro país dos modelos de desarrollo alternativos, que han intentado, sin mucho éxito, sortear esta restricción. El primero de ellos pone el énfasis en las ganancias de la especialización, partiendo de la premisa de que los países deben aprovechar sus ventajas competitivas y comerciar con el exterior. En términos llanos, debemos enfocar nuestra estrategia productiva en explotar los recursos en los que tenemos ventajas hoy: soja, maíz y trigo.
Este primer modelo es comparable con jugar un partido con los defensores lesionados: confías en tus delanteros (tus ventajas competitivas) y esperás a que el otro no meta un gol (que cambien los precios internacionales y caigan los ingresos en dólares de los productos que vendemos al exterior). Sobre estos fundamentos se sostuvo nuestro tradicional modelo agroexportador, hasta que la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión develaron sus limitaciones. El agotamiento de la frontera agrícola, la desaceleración de los flujos migratorios y el proteccionismo que imperó durante la década del 30 pusieron en evidencia la necesidad de innovación -para poder seguir creciendo- y de protección.
El segundo modelo veía en nuestra dependencia de las importaciones un problema, y proponía como solución el desarrollo de nuevos sectores industriales que produjeran lo que antes comprábamos en el exterior. La motivación de este enfoque es clara: fabricar acá te permite ahorrar las divisas que gastarías importando, al mismo tiempo que estimulás el empleo y la producción. Ahora bien, para que esto funcione es necesario proteger a las nuevas industrias nacientes y estimular el consumo para que estas encuentren un mercado.
A diferencia de la estrategia anterior esta es análoga a salir a la cancha con delanteros débiles (bienes en los que no tenés ventajas competitivas), sabiendo que podés defenderte (aislarte de los circuitos del comercio) pero con el costo de jugar casi todo el partido sin salir de mitad de cancha.
Para jugar en la liga de los países desarrollados necesitamos tener el equipo completo, prestando atención tanto a nuestras ventajas comparativas como a otros sectores productivos con potencialidad. Hasta el momento ninguna de estas estrategias de desarrollo ha logrado mirar hacia ambos lados de la cancha y destrabar el crecimiento. La primera de ellas porque se sostiene sobre una canasta exportadora concentrada en productos de bajo valor agregado y cuya oferta no es lo suficientemente dinámica. La segunda, porque el tamaño de nuestro mercado interno es chico y no podemos producir todos los bienes que consumimos en nuestra economía por limitaciones de escala y capacidad.
La tercera vía
La clave es pensar en el largo plazo y hallar una tercera vía, que nos permita ganar algo más que un partido y así pegar el salto: de la fase de grupos a octavos, cuartos o inclusive a la final. Esta tiene que ser una alternativa que aproveche a sus jugadores estrella -sus ventajas comparativas- pero que se apoye en todo el equipo para ganar. Que potencie a otras actividades además de las agropecuarias, como las manufacturas o los servicios.
Lo importante es que estos sean sectores capaces de desarrollar, luego de un proceso de aprendizaje, cierta competitividad. Ejemplos de estos en Argentina hay de sobra: los servicios basados en el conocimiento como la programación, los servicios financieros y las telecomunicaciones tienen una gran potencialidad. Otras agendas son las del desarrollo de la bioeconomía o de especialización en segmentos específicos, como lo son las autopartes, el equipamiento médico, la maquinaria agrícola o productos químicos y farmacéuticos. Salir de las crisis cíclicas implica mirar tanto adentro como afuera de los sectores tradicionales, pensando en cómo generar riqueza e innovar.
Ahora bien, establecer una estrategia de desarrollo es tan importante como encontrar los medios para implementarla y mantenerla en el tiempo. Solo así el crecimiento puede ser consistente y sostenible más allá del corto plazo. Para esto es fundamental, en primer lugar, que exista cierto consenso entre los jugadores sobre las posiciones que ocupan en la cancha y las estrategias a implementar.
En los modelos de desarrollo que pendularon en nuestro país durante el siglo 20, los actores rurales y el gran empresariado internacionalizado se presentaron como antagonistas de los sectores populares y de las firmas más pequeñas que operaban a nivel doméstico. Mientras que el primer grupo pugnaba por un modelo sostenido por el campo, el segundo defendía la sustitución de importaciones y el fomento de una industria nacional centrada casi exclusivamente en el mercado interno.
Para impulsar una vía alternativa hacia el desarrollo, es fundamental forjar compromisos entre estos actores: se deben construir los acuerdos necesarios para que ninguno quede en offside. Lo segundo es garantizar cierta estabilidad macroeconómica, política e institucional. Es casi imposible desarrollar dinámicas sinérgicas y de complementariedad cuando las reglas y las estrategias del cuerpo técnico cambian constantemente. La previsibilidad es una condición necesaria para planificar. Lo importante es que todavía queda tiempo para clasificar: a diferencia de lo que ocurre en el fútbol, contamos con más de 90 minutos para cambiar el resultado del partido.