La tensión entre desarrollo económico y protección del ambiente plantea una dicotomía que nace de una visión unidimensional de la realidad. La oposición entre ambos conceptos implica asumir que cualquiera de ellos solo se puede consolidar si se sacrifica al otro. Para superar ese escenario, nació el concepto de “desarrollo sostenible”, que une los objetivos de ambas agendas: el desarrollo sostenible permite satisfacer las necesidades de las generaciones presentes, pero sin comprometer las posibilidades de las generaciones del futuro de satisfacer las suyas. El concepto involucra tres dimensiones: la económica, la social y la ambiental. Solo si estos tres pilares conviven, podemos hablar de “sostenibilidad”.
Este concepto fue retomado en una serie de declaraciones internacionales, como la Cumbre de Río en 1992, la Cumbre de Johannesburgo en 2002 y Rio+20 y se plasma finalmente en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de 2015. Ahora bien, que haya consenso desde lo conceptual no implica que su implementación efectiva sea sencilla. Evaluar la habilitación de una industria, por ejemplo, implica considerar el empleo que generará, pero también posibles impactos sobre la atmósfera o los recursos hídricos. La tensión está justamente en buscar equilibrios entre las distintas variables implicadas.
La mayor parte de las preocupaciones, tanto las del ámbito privado como las del público, tienen que ver con temas vinculados a la inversión proyectada o al nivel de generación de empleo directo, lo cual es válido, pero desatiende el largo plazo. El problema es que otras cuestiones que se vinculan directamente con la sustentabilidad del uso de ese recurso y del sistema del que forma parte son tratados como temas marginales: estas cuestiones quedan invisibilizadas, cuando deberían ser factores clave de la ecuación.
Cuando se habla de desarrollo de un país, el impacto social y ambiental también tiene, en definitiva, un impacto económico. Si en el marco de ejecución de una obra de infraestructura no se consideran los efectos que puede tener sobre un sitio sensible, como un humedal, se está omitiendo considerar el costo que implica que ese espacio no preste más un servicio ecosistémico, como el de control de inundaciones. La pérdida de ese servicio terminará impactando de forma desigual a aquellos que estén en peores condiciones. Hay una relación directa y desigual: la vulnerabilidad que se busca reducir se profundiza por otra vía. Un claro ejemplo es cómo y a quiénes afecta el cambio climático. Lo social es ambiental: episodio 1.
Desde este punto de vista y teniendo en cuenta las características de nuestros países, ricos en recursos naturales, el desafío es cómo aprovechar la abundancia cuidando el capital natural. La respuesta es pensarlos y usarlos con criterios de futuridad y equidad. Más aun si se trata de recursos no renovables. Para ello, es imprescindible introducir a la discusión tanto la gestión de externalidades como la administración de beneficios, en procura de que sea virtuoso para todos los implicados. Lo social es ambiental: episodio 2.
La crisis climática se ha convertido en uno de los retos globales del siglo XXI. La transición socioecológica requiere de la descarbonización de la matriz energética como paso central para la mitigación y adaptación al cambio climático, en especial mediante la reducción de emisiones.
A nivel mundial, el sector energético es hoy responsable de más de tres cuartas partes del total de emisiones de gases de efecto invernadero. Para cumplir con los compromisos del acuerdo de París -firmado en 2015- se necesita un aumento muy importante en el desarrollo de energías renovables: pasar de un 15% en 2015 a un 66% en 2050.
Una de las medidas es transformar el sistema de transporte hacia energías más sostenibles. Esto implica que va a haber un incremento exponencial de la demanda de minerales, porque muchas de las tecnologías necesarias para la transición requieren ese tipo de recursos. Por eso se habla de “minerales de la transición”, esenciales para el paso de los combustibles fósiles a fuentes de energía bajas en carbono. El proceso es pasar de una matriz intensiva en combustibles fósiles a una intensiva en minerales.
En ese sentido, la explotación del litio genera una paradoja evidente: una actividad cuestionada por su “desempeño” ambiental es necesaria para afrontar el reto ambiental más grande de todos los tiempos. Se estima que se necesitará producir una cantidad cinco veces mayor de litio para alcanzar los objetivos de la transición energética antes de 2050. Argentina tiene un papel central en esto, porque es el segundo productor mundial de litio (a partir de la salmuera).
De esto se desprende la necesidad de prever la escala de la demanda. O sea, pensar los cambios en el uso del suelo, la competencia por los recursos hídricos que un volumen de actividad como el proyectado puede implicar, en particular si consideramos que Argentina se encuentra en el tercer lugar en cuanto a las principales reservas de litio en el mundo. Hay que pensar a largo plazo y esto requiere de un abordaje integral, teniendo en cuenta la temporalidad del proceso y del contexto, porque un aumento en la demanda de este tipo de minerales puede generar un desacople con el suministro, en la medida en que no consideremos todos los factores como país.
Por otra parte, un aumento en la demanda requiere de un aumento en el control sobre la actividad. El sector ha avanzado en ese sentido y se reporta un aumento significativo de los estándares que de forma voluntaria implementa la propia industrial. Esto se debe a que las amenazas ambientales o de posibles vulneraciones de derechos humanos crean verdaderos riesgos operativos para las compañías.
La mirada política tiene que tener en cuenta estas variables también en el contexto internacional. Hay una oportunidad histórica para pensar más allá del corto plazo y trabajar en el desarrollo estratégico de la actividad, con una mirada regional.
La Mesa del litio va en esa dirección: hay algunas propuestas en relación con implementar herramientas que alineen políticas fiscales y también ambientales. Se está hablando también de propiciar mesas de trabajo que sean intersectoriales: que no sólo hable el sector productivo minero, sino que haya un diálogo permanente con otros sectores, como el agro y el turismo. Una mirada estratégica y articulada para pensar sinergias entre las distintas actividades.
La ventana de oportunidad existe, pero la celeridad en nuestra reacción va a depender de cuánto seamos capaces de trabajar con los preconceptos del pasado o con una visión de futuro.