Incorporar la temática de la organización y el financiamiento de la atención de la salud a la agenda de política pública argentina ha sido siempre desafiante. Las razones están probablemente en la complejidad del funcionamiento del sistema de salud en el país y en la multiplicidad y diversidad de sectores involucrados en ese sistema, desde gobiernos provinciales hasta el poder legislativo y los sindicatos, desde organizaciones médicas y profesionales hasta organismos internacionales, iglesias y laboratorios farmacéuticos, cada uno de ellos con agendas propias, en apariencia difíciles de conciliar. “Meterse” en la discusión sobre cómo se garantiza un derecho tan preciado como conservar y cuidar la vida, y saber que existen limitaciones presupuestarias para hacerlo, siempre lleva a discusiones complejas y difíciles de encarrilar.
Por otra parte, el debate de política pública no encontró en la temática del cuidado de la salud un objetivo prioritario sino hasta los primeros meses de 2020, con la llegada del COVID-19. Eso podría deberse, en parte, al relativo éxito de los espacios de protección financiera en salud, que hace que los gastos de bolsillo en el cuidado sanitario —cerca del 10% del gasto total en salud— sean percibidos como relativamente menores que en otras latitudes. O quizás la discusión se orientaba en general a las diferencias de calidad —real o percibida— entre el hospital público y la clínica privada, o a casos de dificultad en el acceso a algún tratamiento que generaban reacciones solidarias, más allá del contexto sanitario.
La falta de debate podría responder también a la poca “capacidad de voz” de los sectores más perjudicados con el estado actual del sistema (población de menores recursos, pueblos originarios, minorías sexuales, etc.), y su limitada injerencia en la definición de prioridades y agendas de trabajo sectorial.
Sin embargo, tres argumentos permiten vislumbrar la necesidad creciente de un debate sobre las políticas sanitarias en el futuro próximo. El primero de ellos es el incremento de los costos de operación del sistema, atribuidos a la tecnología y los medicamentos utilizados —nuevos o en proceso de incorporación—, como a la mayor demanda de cuidados de una población con perfiles demográficos y epidemiológicos más complejos. Esto está ocurriendo en la Argentina y en varios países de ingresos medios y medios-altos de la región, con un correlato en la creciente judicialización de la salud.
El segundo argumento es el compromiso institucional que durante los últimos diez años ha garantizado espacios de cobertura a contingentes de población que no se encontraban formalmente incorporados en el pasado, y que requiere abrir el debate sobre cómo generar/reasignar recursos para su eficaz cumplimiento.
El tercer argumento, expuesto de manera brutal por la pandemia, es el desafío de gobernanza de un sistema de salud fragmentado entre tres sectores (público, privado y de seguridad social) con fuertes niveles de autonomía al interior de cada uno de ellos. Tanto la descentralización provincial-municipal en el sistema público como la multiplicidad de obras sociales de diferente tamaño y capacidad de resolución en el sector de los seguros sociales conllevan una enorme necesidad de coordinación. Su ausencia tiene costosas implicancias en términos de eficiencia en el uso de recursos, y ataca los principios básicos de equidad en el acceso a la salud.
Más allá de que existe una clara correlación entre la inversión sanitaria y el mantenimiento de la salud, la reducción de la enfermedad y el sostenimiento de un modelo de cuidado eficaz, equitativo y de calidad se enfrenta con realidades que superan la posibilidad de actuación del sistema de salud. Los niveles de ingreso y su distribución, la formalidad en el empleo, las brechas educativas, el acceso a agua limpia y vivienda digna, entre varios otros determinantes sociales, afectan a los resultados de salud tanto o más que el propio sistema.
Con la pandemia de COVID-19, la emergencia nuevamente superó a la planificación y a los procesos de construcción de consensos para una reforma sanitaria, y quedó al desnudo la necesidad de debatir la capacidad de contención de nuestro sistema sanitario. La coyuntura puede convertirse en una ventana de oportunidad para repensar el modelo de atención actual, como también una excusa para analizar de manera crítica los mecanismos existentes de protección financiera ofrecidos a la población frente a la ocurrencia de una enfermedad.