En 1979 la azufrera “Mina Julia”, ubicada en la provincia de Salta, fue clausurada por un decreto de Martínez de Hoz, ministro de Economía de la dictadura de Videla, en un contexto de marcada desindustrialización. Atrás quedó La Casualidad, el pujante pueblo minero que abastecía el proyecto, no solo con su músculo laboral, sino también con la economía que proveía las necesidades básicas que conlleva una actividad extractiva. En el presente, los esqueletos del pueblo y sus ausentes pobladores permanecen como el único legado de un pasado productivo y vibrante.
La naturaleza temporal de los proyectos mineros nos obliga a reflexionar sobre los potenciales impactos que engendran el final de sus vidas. Si bien el cierre de una mina puede ser producto del agotamiento del recurso, el principal motivo suele ser el quiebre en la rentabilidad económica del proyecto, condicionada por factores exógenos, tales como una baja en precios internacionales, una guerra en Rusia, o un cambio en la política minera nacional. Ahora lo que sí tenemos garantizado es que, por la naturaleza de sus ciclos de vida, el cierre de una mina es inevitable. El recurso se agota o la rentabilidad, en algún momento, termina. Y en ese entonces, ¿qué sucede con las poblaciones ligadas a los proyectos mineros?
Esta problemática ha sido siempre crítica, y lo seguirá siendo. Frente a la actual aceleración de la transición energética, se presenta un panorama paradójico: por un lado, el momento impulsa el desarrollo de proyectos mineros de recursos críticos para la transición; y por otro, fomenta el cierre de minas de recursos no renovables y altamente contaminantes, como el carbón. Ambos escenarios remiten a una misma urgencia, la de evitar el surgimiento de los pueblos fantasmas como resultado de la clausura de una mina. Mitigar los impactos sociales que conlleva la etapa final de un proyecto minero es tan importante como atender a los pasivos ambientales que son comúnmente discutidos.
En efecto, la minería reconfigura los entramados socioeconómicos de las zonas aledañas a las minas, afectando a pueblos preexistentes o poblaciones migrantes que abastecen las necesidades de los proyectos. Más allá del empleo, esto implica la creación o expansión de pueblos con servicios de alimentación, atención sanitaria, electricidad, limpieza y hospitalidad, convirtiéndose en servicios condicionados a la vida rentable de la actividad minera. El grado de transformación depende, entre otros factores, de la escala de los proyectos y la duración de sus vidas útiles.
Entonces, ¿qué sucede con las actividades que rodean los proyectos cuando se clausura una mina? Los mineros emigran buscando nuevas oportunidades en provincias vecinas. Se esfuman así los habitués del bar de la esquina, que cierra a su vez, llevándose consigo la panadería, la florería, la veterinaria, y los tantos otros locales que vivifican la avenida principal. Así se van vaciando las aulas, dejando a los profesores sin otra opción que seguir la corriente. Reducidas o agotadas las posibilidades económicas de progreso, cada uno de los sectores de la vida social se ve afectado. Lo único que queda, al final, son los restos de maquinaria como recuerdo de lo que alguna vez fue.
Este escenario, si bien ilustra el peor de los resultados, señala los riesgos que pueden ser previstos por medio de estrategias tempranas. En Argentina, la presentación de un plan de cierre de minas es un requisito que las empresas deben cumplir como parte del Estudio de Impacto Ambiental (EsIA), en el Plan de Gestión Ambiental. Las consideraciones que allí se realicen necesitan complementarse con las obligaciones adicionales que haya establecido la autoridad. Ahora bien, la fiscalización estricta para detectar y atender los cambios que vaya atravesando el proyecto y sus alrededores es uno de los puntos más débiles en nuestro país.
El ciclo de una mina puede durar entre cinco y cuarenta años, por lo cual planificar la etapa de clausura es una tarea dificultosa que requiere de predecir calculadamente lo que va ocurrir más de una década en adelante. El avance de la tecnología, asimismo, puede impactar tanto en los objetivos del proyecto como en sus desarrollos, por lo que es fundamental integrar procesos de iteración y actualización en los planes. La heterogeneidad provincial, por su parte, suma un nivel más de complejidad. Para esto, dentro de la Secretaría de Minería, circula hace varios años un borrador para una Ley de Presupuestos Mínimos de cierre de minas, que permitiría dotar de mayor importancia la planificación de estas etapas finales. El tratamiento de este proyecto ha recorrido un camino fluctuante, lo cual pone en duda el lugar que ocupa el tema en la agenda política.
Involucrar a las poblaciones en la toma de decisiones es esencial en asegurar una planificación adecuada localmente, ya que son ellas quienes perduran en el territorio a lo largo del tiempo. Entre otras cosas, la actualización continua de la estrategia de cierre permite consolidar un plan conceptual del futuro de la mina, que incluye las perspectivas de las poblaciones y el respaldo financiero imprescindible para su ejecución.
Regular los cierres de minas implica no solo exigir estrategias de reinserción laboral de los propios trabajadores mineros, sino también considerar los efectos sobre las poblaciones involucradas directa o indirectamente con las actividades del proyecto. Esto significa, por ejemplo, cruzar los esfuerzos de responsabilidad social empresaria con sus impactos a largo plazo: en el caso de que la empresa provea el suministro de necesidades básicas como agua, electricidad, educación o infraestructura, ¿quien se encarga de ocupar el vacío posterior a la salida de la empresa? La articulación público-privada desde los inicios de los programas es una de las maneras de sostener estas cadenas de provisión en el tiempo.
El albergue de memorias en el cementerio de La Casualidad es un retrato vivo de la problemática del cierre de minas en Argentina, que nos continúa recordando la importancia de atenderla de manera temprana, seria y transversal. La ausencia de una reglamentación o, en caso de haberla, de una norma que omita la consideración de los entramados socioeconómicos aledaños a los proyectos, hará que volvamos a ver dormir más pueblos plagados de vidas, trabajo y esperanzas. No será una casualidad.