Los desafíos del Ministerio de las Mujeres

Si para escribir se necesita dinero y una habitación propia, para hacer política pública feminista hace falta un Ministerio propio. Y ese Ministerio debe perdurar y consolidarse en el tiempo. En ese sentido, la llegada de Ayelén Mazzina a ministra de las Mujeres para reemplazar a Elisabet Gómez Alcorta es una buena señal en términos de estabilidad institucional. 

En una coyuntura de incertidumbre exacerbada por la crisis económica y un clima político de polarización —cuando no de marcada derechización— resultaba fundamental garantizar la continuidad del Ministerio sin resignar jerarquía institucional. Se puede apuntar que es lo mínimo esperable por parte un gobierno que le dio centralidad a la igualdad de los géneros en su su agenda, pero esa agenda ha cambiado más de una vez, obedeciendo a las urgencias de la coyuntura. Desjerarquizar la institucionalidad de géneros que implica el Ministerio parece electoralmente penalizable y políticamente incongruente con la identidad del gobierno, pero el costo hoy sería menor que en otras etapas. En ese sentido, la  continuidad institucional se la pueden adjudicar, en cierta medida, los feminismos.

La construcción del Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad ha sido y seguirá siendo una tarea particularmente exigente. A los desafíos de cualquier cartera nueva —constituirse como un organismo dentro del Estado, delimitar sus responsabilidades, delinear su área de incidencia, constituir un cuerpo de profesionales que lleven a cabo las acciones y crear sus circuitos administrativos internos y compatibles con otras dependencias— le tenemos que sumar desafíos particulares. Se trata de un Ministerio nuevo creado en pandemia que tiene que construir desde cero su propia razón de ser y su agenda de temas prioritarios. A su vez, esta agenda se construye con la impronta de las funcionarias y con la de los feminismos a los que convoca.

La  existencia de un ministerio habla del gobierno que lo crea. El Ministerio de las Mujeres traduce el compromiso de una administración con la igualdad de los géneros. La lógica es la siguiente: hay un problema que consideramos importante que es la desigualdad de género. Necesitamos presupuesto para atacar dicho problema. Necesitamos políticas y programas para atacar dicho problema. Creamos un organismo estatal para poner recursos e ideas a disposición de su solución. La jerarquizamos para que los mejores recursos y las mejores ideas estén al servicio de esta solución. Esta priorización se mantuvo durante el último fin de semana.

Y el contexto juega: no es lo mismo construir institucionalidad para los feminismos en 2018 que hacerlo en 2022. El protagonismo de los temas de género en la política cambia según nos encontremos en un contexto de avance o de retroceso. Hoy, algunos de los consensos construidos alrededor de la igualdad de género post-Ni Una Menos parecen estar cuestionados a partir del crecimiento de grupos de derecha. Dentro de estas reivindicaciones reaccionarias se puede nombrar la revalorización del rol doméstico de las mujeres, la naturalización de formas de violencia de género o la falta de respeto por la identidad de género.

Se predijo que solo hace falta una crisis para poner en duda los derechos conquistados por los movimientos de mujeres y las diversidades. Esa crisis está sucediendo y efectivamente tiene consecuencias para nuestras consignas. Lo vemos en la derechización de los discursos, el uso de términos que desinforman como “ideología de género” y la banalización o incluso censura del lenguaje inclusivo.

Por esto, los desafíos de este momento no son los mismos que demandaba la construcción de un Ministerio de las mujeres en 2019 o incluso en plena aprobación del aborto a fines de 2020. Este gran paso en la institucionalización de los movimientos de mujeres ahora debe luchar por su supervivencia. Y, en esa lucha, afronta desafíos sustanciales. 

El primero, como señalamos desde el comienzo, es sobrevivir al cambio de ministra manteniendo la jerarquía institucional. Ahora, el segundo desafío que se aproxima es aún mayor: sobrevivir una elección presidencial. Independientemente de los análisis político-electorales que disparan un cambio de partido gobernante, las agencias de género han subido y bajado de categoría sin importar el signo político del oficialismo. La ola de gobiernos progresistas latinoamericanos en la primera década de los 2000 no prestó unánime atención a los temas de género. Los gobiernos argentinos no siempre jerarquizaron las áreas de género conforme su cercanía ideológica al campo nacional-popular. No hay que dar por sentado el caso del gobierno actual: el poder de la calle de los movimientos feministas y la voluntad política manifiestan la cercanía evidente y se cristalizan en la jerarquización en Ministerio del (ex) Instituto Nacional de las Mujeres. 

Estos desafíos necesitan respuestas como la construcción de cuadros idóneos formados en política pública con perspectiva de género, la construcción de capacidades estatales feministas y la producción de evidencia para sustentar la importancia de las políticas públicas del Ministerio. Pero defender la institucionalidad más allá de las capacidades técnicas requiere también respaldar políticamente la agencia en un contexto de avanzada de sectores conservadores. Para ello, es posible traccionar la institucionalidad sobre algunos acuerdos indisputables. Que la desigualdad de género existe. Que el acceso al trabajo de calidad es transversal a las agendas de género y de desarrollo que necesita emprender el país. Que la pobreza está feminizada. Que hay una crisis de cuidados. 

Si queremos que el tan anunciado crecimiento económico de los próximos años sea equitativo y tenga efectos duraderos, hay que sumar a los géneros a la ecuación. Para hacer políticas públicas que prioricen la resolución de estas problemáticas, hace falta un Ministerio propio. Sostener estos acuerdos en el tiempo sin resignar el poder de fuego que los consagró en la calle es una estrategia posible para continuar de ahora en adelante.

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