El domingo pasado concluyó una nueva Exposición Rural, el tradicional evento de uno de los principales sectores de la economía. La presencia del presidente Milei no tuvo anuncios relevantes, aunque sí dejó varias promesas, como la eliminación del cepo cambiario, el impuesto PAIS y los derechos de exportación, comúnmente conocidos como “retenciones”. En los días previos, la Confederación Rural Argentina había publicado un comunicado insistiendo precisamente en este último punto: la eliminación de las retenciones. Mientras que Nicolás Pino, presidente de la Sociedad Rural, también aprovechó el cierre del acto para repetir este histórico reclamo del sector, aunque en un tono más paciente que el de su par en la Mesa de Enlace. Las retenciones, que —con un breve intervalo— llevan ya más de 20 años de vigencia, son una de las políticas más controvertidas de nuestro país, excediendo largamente el terreno tributario. Pero, ¿cuál es el origen del uso de los derechos de exportación en nuestra historia reciente, y cuáles son sus justificaciones?
Las retenciones agropecuarias se restablecieron como un impuesto de emergencia en el año 2002, en el marco de la salida de la convertibilidad. Su objetivo original era amortiguar el impacto de una megadevaluación que transfería grandes recursos al sector agroexportador, dado que le permitían al Estado capturar parte de esa transferencia de ingresos para financiar política social. Sin embargo, se han sostenido en el tiempo más allá de la coyuntura de crisis que les dio origen para convertirse en una política que persigue fines distributivos, productivos y recaudatorios.
En primer lugar, las retenciones pretenden contener el precio interno de alimentos que representan una parte muy importante de la canasta de consumo de los sectores populares, como las carnes, el pan y las pastas. En segundo lugar, las retenciones serían una forma de dar respuesta al desequilibrio de la estructura productiva argentina, al hacer que el agro —un sector que en principio tendría escasa capacidad para agregar valor y generar empleo— opere con un tipo de cambio de exportación menor al de la industria, canalizando así recursos hacia este último sector. También serían una forma de promover la agregación de valor al gravar diferencialmente las exportaciones del propio sector agroindustrial, dado que se prevén alícuotas más altas para las materias primas que para los productos derivados. Por último, originalmente las retenciones pretendían capturar parte de los ingresos extraordinarios percibidos por el productor ante eventos devaluatorios: las retenciones moderan el aumento en los márgenes de rentabilidad en moneda local de los productores y transfieren parte de esos recursos al Estado. Este fue el caso, en particular, de la salida de la convertibilidad, cuando el tipo de cambio aumentó casi un 300%.
Sin embargo, algunos de estos argumentos sobreestiman la efectividad de las retenciones para cumplir ciertos objetivos. La materia prima representa sólo una parte en la formación del precio de los bienes de consumo final. El proceso productivo de los alimentos incluye otros costos en sus etapas de procesamiento, distribución y comercialización, de modo que las retenciones que recaen sobre los granos (por ejemplo, trigo o maíz), inciden solamente sobre un componente. Si bien la incidencia sobre el precio de los alimentos es mayor cuando recaen no ya sobre materias primas agrícolas sino directamente sobre los bienes de consumo, como las carnes, la leche o el arroz, en estos casos funcionan como una especie de subsidio universal: bajan el precio de los alimentos para todos los sectores sociales, independientemente de su nivel de ingreso. Es decir que son también aprovechados por personas que no tienen dificultades para acceder a los alimentos.
Otros de los argumentos esbozados a favor de las retenciones parten de premisas equivocadas. La justificación de los derechos de exportación como una respuesta al desequilibrio de la estructura productiva argentina omite las transformaciones en la estructura del sector agropecuario: en las últimas décadas, se han conformado cadenas agroindustriales que trascienden a la producción primaria para incluir bienes industrializados, se ha incorporado un amplio paquete tecnológico para mejorar los procesos productivos en su etapa primaria (como fertilizantes, herbicidas y semillas) y ha emergido una industria proveedora de bienes y servicios agrícolas.
Finalmente, otros argumentos subestiman el costo productivo de las retenciones. Es cierto que se han convertido en una fuente importante de recaudación, que representa entre 1,5% y 2% del PBI y entre el 4% y el 9% de la recaudación, y que pueden haber contribuido al desarrollo de algunos sectores, como la industria de molienda de soja. Pero estas funciones se logran a un alto costo productivo: al reducir el precio que recibe el productor por la venta al exterior de sus productos, las retenciones desincentivan la producción y las exportaciones y afectan la capacidad de inversión de los productores, llevando a un sistema productivo menos intensivo en tecnología.
Hacia otra estrategia distributiva, productiva y recaudatoria
Las retenciones persiguen múltiples objetivos que logran cumplir sólo de forma parcial. Pero la suma de cumplimientos parciales de diversos objetivos no hacen necesariamente a una buena política, sobre todo si vienen con un alto costo productivo asociado. Para tomar dimensión: desde Fundar estimamos que la modificación de retenciones de 2015 (eliminación para trigo y maíz y reducción para soja) produjo un aumento del 35% en la producción de trigo y mayor sustitución del cultivo de soja en favor del maíz, lo cual es ambientalmente más sostenible. Además llevó a un aumento del 25% en el consumo de fertilizantes, que es un indicador de inversión. Es momento de trascender a las retenciones y empezar a delinear un horizonte que incluya otra política distributiva, productiva y tributaria.
En el plano distributivo, debemos pasar de una estrategia de subsidio universal, centrada en alterar los precios de los alimentos, a otra de subsidios focalizados, que esté más centrada en fortalecer los ingresos con los cuales se adquieren estos bienes. El objetivo último de la política pública no es contener el precio de los alimentos, sino mantener el poder de compra de una población en particular para adquirir ciertos bienes que forman parte esencial de su canasta de consumo. Es decir, mantener una buena relación entre precios e ingresos. Las retenciones son una forma de intentar cumplir ese objetivo a través de alteraciones en los precios, pero existen otras alternativas que pueden garantizar ese equilibrio a través de un fortalecimiento focalizado de los ingresos. Es el caso de la política social y, en particular, de los programas de asistencia directa, como la Asignación Universal por Hijo y la Tarjeta Alimentar.
En el plano productivo, para aprovechar el potencial de la agroindustria debemos remover barreras que hoy limitan el desempeño del sector (como las retenciones y otras restricciones a las exportaciones), proveer bienes públicos (como infraestructura e inversión pública en investigación y desarrollo) y diseñar regímenes de promoción para tecnologías y subsectores estratégicos (como los biocombustibles). Existen alternativas para promover la agregación de valor y el desarrollo de sectores estratégicos que no implican gravar masivamente las exportaciones. Y, en todo caso, el arancel diferencial puede funcionar a niveles mucho menores a los actuales.
En el plano fiscal, por su parte, debemos reemplazar a las retenciones fortaleciendo impuestos sobre las ganancias y la propiedad, que son tributos más equitativos y afectan menos la producción. Esto implica, fundamentalmente, fortalecer la recaudación del Impuesto a las Ganancias y los impuestos que recaen sobre la propiedad de los inmuebles rurales, como Bienes Personales y el Inmobiliario Rural. La estructura tributaria argentina está excesivamente centrada en impuestos sobre los bienes y servicios (incluyendo su exportación) y poco centrada en impuestos sobre las ganancias y la propiedad, a diferencia de lo que sucede en el resto del mundo en general y en países con características similares en particular.
Y una nota final en el plano propositivo: es cierto que nuestro país no está exento de megadevaluaciones en el futuro más o menos cercano. También es cierto que el precio de los productos que exporta Argentina pueden variar drásticamente por cambios en el contexto externo (como ha sucedido, por ejemplo, con la guerra en Ucrania). Por eso, para dotar de mayor flexibilidad al marco fiscal y asegurarle más ingresos fiscales al Estado en situaciones excepcionales, puede preverse una tasa móvil adicional sobre el Impuesto a las Ganancias. Esta sobretasa debería recaer sobre la ganancia resultante de las circunstancias extraordinarias, antes que sobre el valor bruto de exportación, y prever un ajuste automático que otorgue previsibilidad tanto al productor como al Estado, desincentivando la revisión ad hoc del marco regulatorio. El diseño específico de este impuesto debería basarse en la experiencia internacional, tomando como referencia los casos de países que han adoptado instrumentos de este estilo para sectores intensivos en recursos naturales con elevada volatilidad en sus precios, como los hidrocarburos y la minería.
Las retenciones surgieron como una herramienta de emergencia con un propósito específico: amortiguar el impacto de una megadevaluación. Sin embargo, se mantuvieron en el tiempo más allá de la coyuntura de crisis que les dio origen para convertirse en una herramienta permanente. Plantear una horizonte sin retenciones no es una renuncia a perseguir esos objetivos sino una oportunidad para hacerlo con los mejores instrumentos disponibles: distribuir el ingreso a través de la política social; agregar valor mediante la inversión pública en investigación y desarrollo y recaudar a través de impuestos sobre las ganancias y la propiedad. Necesitamos trascender las retenciones para dar paso a otra estrategia distributiva, productiva y recaudatoria.
Esta columna fue publicada originalmente en La Nación el 31 de julio de 2024.