Milei, Sturzenegger y la Isla de Juan Fernández

El enfoque ultraliberal del Gobierno, centrado en la desregulación y la austeridad fiscal, genera ganadores y perdedores y enfrenta desafíos significativos en un contexto democrático.

En su clásico La Gran Transformación, el economista Karl Polanyi retoma la historia de la isla de Juan Fernández, actual territorio chileno, que relataba Joseph Townsend, un economista liberal clásico del siglo XIX. En un intento por ilustrar cómo funciona una buena sociedad donde reina el libre mercado, Townsend contaba que la isla se había poblado de cabras que servían de provisiones para los piratas ingleses que asolaban la región. Para solucionar el problema los españoles introdujeron un perro y una perra que, con el tiempo, se multiplicaron rápidamente. Los perros se comieron gran parte de las cabras, pero no a todas, ya que ello los hubiera privado de alimento. Así, solo sobrevivían los perros que mejor cazaban y las cabras más astutas para eludirlos: un mundo en equilibrio. La clave es que ese “equilibrio” era prepolítico, no necesitaba del Estado ni de las políticas públicas para sostenerse. La cantidad óptima de perros y cabras se regulaba sola. Este relato, que Townsend usaba para argumentar que la ayuda a los pobres es una política nociva que altera el equilibrio en la sociedad y reproduce la pobreza, fue tomado luego por Malthus, e influyó al imaginario liberal desde su origen.

El mundo de Townsend que describe Polanyi es aquel en el que quieren vivir, o con el que sueñan, Javier Milei y Federico Sturzenegger. Un mundo donde no hay Estado ni políticas públicas para regular u orientar a los jugadores en el mercado. Uno en que la cantidad y tipo de actores económico-sociales se autorregula, y todo ello opera para configurar a la larga un hipotético bien común. Con una mirada propia de un liberalismo que no es puramente monetarista o neoclásico — la mayoría de los economistas de esas tradiciones del siglo XX cree, por ejemplo, en el rol del Banco Central o critica los mercados monopólicos — , sino que más bien se acerca al liberalismo clásico, “original”, malthusiano, de los siglos XVIII y XIX. Esta mirada es la que permea al Gobierno de Milei en las dos tareas económicas más importantes que enfrenta: estabilizar una economía con una inflación rampante y retomar el crecimiento económico después de muchos años de estancamiento.

El diagnóstico general es relativamente sencillo: existen grupos de interés que viven de rentas generadas por el Estado. Esa captura de rentas produce, en primer lugar, inflación, generada por la emisión monetaria necesaria para sostener el nivel de gasto. Segundo, distorsiona el normal funcionamiento de los mercados y bloquea el crecimiento. Desde esta perspectiva la intervención del Estado siempre reduce la competencia, genera una distribución ineficiente de los recursos y, además, beneficia solamente a grupos reducidos con capacidad de lobby. Altera “equilibrios” que son más o menos naturales. Por eso, uno de los objetivos de la desregulación, en palabras de Sturzenegger, es debilitar a los grupos de interés, “empobrecerlos y drenarlos de recursos”.

Como Polanyi hiciera con Townsend, esta nota intenta contrastar la operación del credo liberal que encarnan Milei y Sturzenegger, con la realidad general de la economía argentina y sus actores a seis meses de gobierno, tanto en el proceso de estabilización, como en algunas reformas legislativas en teoría “promercado”. ¿Quiénes son, a grandes trazos, los ganadores y perdedores en esta estrategia? Cuando se ataca a grupos de intereses protegidos para “empobrecerlos”, ¿no hay otros intereses que ganan? ¿Aquellos que ganan, no serían grupos de interés?

Política y estabilización económica

A esta altura, resulta claro que la estrategia del Gobierno en materia de estabilización macroeconómica es la de establecer un ancla monetaria/fiscal. La convicción que anima esta estrategia es que el ajuste fiscal (de gastos del Estado) y monetario (esencialmente de emisión para financiar esos gastos) va a atacar el exceso de demanda y, por consiguiente, van a bajar los precios generales de los factores de producción. La recesión, es decir la reducción en el valor real de salarios e insumos, empuja la baja generalizada de precios. El Gobierno giró desde una idea según la cual el ajuste era el primer paso de un esquema de estabilización basado en una dolarización futura (es decir, en un anclaje total del tipo de cambio), a decir que el ajuste es “en sí mismo” el plan de estabilización. Sin establecer senderos claros de tarifas (que tienen que aumentar por razones fiscales), de salarios (porque no hay una política de ingresos) o de tipo de cambio (porque el crawling peg del 2% mensual con una inflación de más del doble tiene poca credibilidad), la única señal “consistente” que el Poder Ejecutivo da al mercado para anclar los precios es el ajuste fiscal.

El resultado distributivo general de esta estrategia es evidente. Más que los “grupos de interés reducidos con capacidad de lobby” que mencionaba Sturzenegger, quienes pierden son los jubilados, sobre cuyas espaldas se descarga un tercio del ajuste fiscal; los ingresos de trabajadores públicos (-27% interanual en marzo) y privados (-14%); las provincias y sus habitantes, que sufren el corte de la obra pública y de transferencias automáticas como el FONID para educación; y, en general, los sectores más vulnerables que sucumben al aumento de la pobreza. El mercado de trabajo ya comienza a mostrar los efectos de la recesión: aumentó el desempleo (+1% interanual en marzo) y hay 125.000 asalariados menos desde noviembre. El Gobierno puede argumentar que la mayoría de estos colectivos ya venían perdiendo ingresos (lo que es cierto) y que, ante tamaña inflación heredada, cualquier corrección fiscal y del tipo de cambio iba a tener consecuencias. Sin embargo, la magnitud de la devaluación (100%) y el ajuste fiscal con compensaciones muy magras (solo aumento de la AUH) implicaron que desde diciembre del 2023 el costo social recaiga, por mucho, en los sectores más desprotegidos.

En suma, en una estrategia estabilizadora basada casi exclusivamente en el ajuste fiscal, en la que la recesión no es un efecto colateral (como lo es en estrategias más heterodoxas), sino más bien el objetivo central. En la mirada del Gobierno, es un sacrificio ineludible. Ahora, ¿puede funcionar una estrategia de este tipo? Los macroeconomistas heterodoxos, y hasta muchos ortodoxos, suelen destacar un problema de las miradas hiperortodoxas de estabilización: olvidan la inercia que siempre conlleva la alta inflación. Por eso, los planes de estabilización exitosos buscan anclar a la vez costos como tarifas, salarios, insumos clave y el tipo de cambio. La inercia de estos costos independiza en gran medida el aumento de precios del nivel de actividad, y por lo tanto dificulta terminar con la alta inflación, más allá de la caída inicial del IPC que suele traer la recesión. De hecho, es difícil encontrar experiencias exitosas de reducción de alta inflación basadas exclusivamente en anclas fiscales. La cuestión es si el Gobierno podrá perforar el piso del 4% mensual, la misma inflación que tenía Alberto Fernández en abril o marzo de 2021, sin la baja de consumo o el aumento del desempleo que se registra en la actualidad.

Los intentos de desregulación económica

La otra pata de la estrategia, orientada a generar crecimiento económico, es la agenda de desregulación de la economía. Para esto el Gobierno avanzó con dos grandes paquetes de reformas: el DNU 70 y la Ley Bases. La versión de la Ley de Bases finalmente aprobada en el Congreso contenía aproximadamente un 30% de los 664 artículos del texto original.

En teoría, con las reformas, el Gobierno apunta a promover mercados competitivos. En la práctica, el rasgo predominante es una modificación de las reglas de los mercados a favor de grandes jugadores. El ejemplo más elocuente es el RIGI. Esta reforma no promueve una nivelación pareja de las condiciones de competencia, más bien todo lo contrario. Crea un régimen de excepción con amplios beneficios fiscales, cambiarios y aduaneros por 30 años para una categoría acotada de actores: los que tienen capacidad para realizar grandes inversiones (proyectos de más de 200 millones de dólares). Además de ir a contramano de las buenas prácticas -que indican que este tipo de régimen puede impulsar a sectores estratégicos siempre y cuando incluya condiciones- el RIGI expresa claramente las contradicciones de Casa Rosada. Está en las antípodas del discurso de un Estado que se retira para dejar funcionar libremente a los mercados. Por el contrario, en su lógica, el Estado acude a aumentar la probabilidad de apropiación de rentas de grandes inversiones, con la idea de que esto redundará en nuevas inversiones y crecimiento.

Una lógica similar a la del RIGI tenía, por ejemplo, la propuesta de reforma del Régimen Federal de Pesca. Su propósito era reformar el sistema actual de asignación de cuotas de pesca con base en indicadores de desempeño (como inversiones realizadas, historial de captura, sanciones recibidas) por uno en el cual las cuotas se distribuyen con base en una licitación pública internacional. En otras palabras, ofrecerle las cuotas al mejor postor. El Gobierno lo promovió como un impulso a la libre competencia, ignorando que gran parte de las empresas extranjeras se encuentran fuertemente subsidiadas por sus Estados. Por lo tanto, en la práctica un sistema de licitación pública internacional expone a las empresas nacionales a una competencia marcada por grandes asimetrías, en un mercado que está lejos de las condiciones de competencia perfecta.

La Ley Bases también incluía una propuesta para resolver un conflicto distributivo histórico entre los productores agropecuarios y las empresas de semillas. Argentina está adherida a un convenio internacional que contempla el derecho de los investigadores a utilizar semillas protegidas para hacer I+D y de los productores agropecuarios a reutilizar semillas (una práctica muy extendida de productores de soja, trigo y algodón). La propuesta en la Ley Bases original limitaba severamente esos derechos y fortalecía los de las empresas de semillas, aumentando su poder para excluir a otros actores del proceso de innovación. Así, en lugar de un sistema de propiedad intelectual balanceado que promueva la difusión del conocimiento y proteja a los usuarios, la propuesta priorizaba mejorar la rentabilidad de algunos actores -muy concentrados si tenemos en cuenta el mercado global de semillas- con la esperanza de que inviertan más.

El énfasis en regulaciones que maximicen la inversión de corto plazo de grandes jugadores atraviesa otras propuestas de la ambiciosa norma, como la de biocombustibles, desregulación laboral, de la medicina prepaga y ambiental (bosques y glaciares), y reducción del poder sancionatorio del Estado, entre otras. La Ley Bases no tocaba, en cambio, dos de los mayores gastos tributarios de la política industrial: el régimen de Tierra del Fuego y las empresas beneficiarias de la Ley de Economía del Conocimiento (en los dos casos los subsidios están concentrados en pocas empresas).

La ultraderecha en democracia: avanzar con los débiles y ceder con los fuertes

Milei y Sturzenegger sueñan con la isla de Juan Fernández, pero Argentina, más allá de los reflejos autoritarios del Gobierno, no es una isla despoblada del Pacífico, sino que sigue siendo una democracia. Desde la óptica de Economía Política, la matriz de resultados distributivos que arrojan estas iniciativas de desregulación y estabilización es muy clara: el Gobierno impuso fácilmente sus iniciativas allí donde los intereses que confronta son débiles o están mal organizados, como en el caso de jubilados, los usuarios de medicina prepaga, los trabajadores de microempresas o tercerizados cuya informalidad o precariedad legaliza la reforma laboral, o los científicos que sufren el vaciamiento del CONICET.

En cambio, donde los cruzados del mercado enfrentaron intereses mejor organizados y fuertes, las reformas chocaron: los productores agrarios y de biocombustibles de las provincias del centro (aliados con sus gobernadores) bloquearon las reformas de biocombustibles y semillas, la provincias patagónicas pararon la reforma de pesca, los empresarios de Tierra del Fuego y los grandes jugadores de IT mantienen su política industrial subsidiada, y la CGT logró eludir cualquier cambio significativo en el derecho colectivo de trabajo y en los aportes sindicales. En resumen, la ultraderecha en democracia se impone contra los débiles, pero, al menos por el momento, se dobla ante los fuertes.

La Isla de Juan Fernández: utopía y realidad en Argentina

Polanyi señala que el liberalismo clásico del siglo XIX tenía, por supuesto, intereses económicos detrás, pero era un proyecto esencialmente ideológico. Más que eso, el liberalismo del mercado autorregulado constituye una utopía que en pleno nunca es realizable. Esta mirada aplicada a la Argentina tiene dos problemas. El primero, de naturaleza empírica y recién expuesto: una matriz de ganadores y perdedores muy clara, en la que ciertos sectores pierden, pero grupos de interés más fuertes, y siempre ocultos en la narrativa ideológica, aparecen para acumular aún más poder. El hecho de que gran parte de la redacción de la ley estuviera a cargo de estudios jurídicos que representan a los principales ganadores del paquete legislativo lo hace aún más evidente.

El segundo problema es metodológico. El fundamentalismo liberal de cuño decimonónico conlleva la idea errónea de que los mercados preceden a los Estados y que cuando este interviene rompe un orden natural. Es una creencia a contramano de la historia del capitalismo y del funcionamiento real de los mercados. El Estado moderno no solo es anterior al capitalismo, sino que es su constructor: estableció las reglas que dieron origen a los mercados de tierra y de trabajo, y consolidó las monedas nacionales con los Bancos Centrales. El error se condensa en la fórmula de que menos regulación siempre es igual a más o mejor competencia, lo que es simplemente falso. Es más, lo contrario es cierto con mucha frecuencia: crear mercados verdaderamente competitivos necesita mucha regulación y producción institucional del Estado.

La operación ideológica de Townsend es, en suma, narrar una isla en la que la cantidad de perros y cabras se autorregula. Pero Polanyi se apura a señalar lo ridículo del mito: al parecer los viajeros que estuvieron en la isla describieron a los perros como “bellos gatos” y contaron que las cabras habitaban rocas inaccesibles, mientras que en las playas había focas “rollizas” que habrían sido presas mucho más accesibles para los perros salvajes. De todos modos, nos dice el economista húngaro, ello es lo menos importante: para Townsed, como para Milei y Sturzenegger, el mito ideológico es lo único que importa, y siempre está antes que la verificación empírica.

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