En la cadena nacional del lunes pasado, Javier Milei afirmó que el superávit fiscal alcanzado en el primer trimestre del año “no es ni más ni menos que el único punto de partida posible para terminar de una vez y para siempre con el infierno inflacionario”. Con esta y otras afirmaciones, ratificó un rumbo que hasta ahora ha consistido en caída de los ingresos, un tipo de cambio planchado y la reducción más grande del gasto público en los últimos 30 años. Los signos de sostenibilidad, una incógnita: si el ingreso no se recompone, la estrategia falla. Si no logran acumular las reservas suficientes, también. En este panorama, el paquete fiscal que está discutiendo el Congreso viene a asegurar la recaudación que hoy urge. Cabe preguntarse si el día después de la recuperación quedará el pan o las migajas.
Nadie dijo que bajar la inflación sea fácil. Tampoco lo dijo Milei. Pero el fin no legitima los medios. Si bien es necesario para sacar a la Argentina de más de 10 años de letargo económico, el modo de “equilibrar las cuentas públicas” es una decisión indisociable del proyecto de desarrollo para el país. No se trata sólo de que cierren las cuentas: importa el cuánto —si efectivamente está cumpliendo con sus objetivos de inflación, déficit y acumulación de reservas— e importa el cómo —si los costos, principalmente sociales, eran evitables—. Por último, pero no menos relevante, importa el para qué. Cuando la desigualdad emerge como protagonista de la estrategia, ¿cómo se verá la Argentina de la recuperación?
Cuánto y cómo
El gobierno optó por un hard-landing para bajar la inflación, lo que provocó una fuerte contracción económica. Primero, se redujo el gasto público en más de 30% real, mientras que la inflación hizo lo propio con el poder de compra de los salarios. En paralelo aumentaron las reservas del Banco Central por USD 6.8 mil millones, en parte mediante la postergación de los pagos de deuda de importadores y la caída de la actividad. La estabilidad económica aún está sujeta a una buena liquidación del campo para evitar una posible devaluación que agrave la situación inflacionaria.
Impulsados por el salto cambiario del 118%, los precios subieron un 25% en diciembre y 20% en enero. El último dato de marzo aún la ubica en dos dígitos (11%), más de lo que esperaban desde el Ministerio de Economía. Si bien el tipo de cambio es uno de los determinantes de la inflación en Argentina, no implica que todo aumento en el precio de la divisa tenga necesariamente que pasar a precios. Para gestionar las tensiones en épocas de incertidumbre y morigerar el impacto del shock sobre distintos precios de la economía, una alternativa sería implementar acuerdos de precios-salarios para que el mercado no decida libremente. Como es evidente, no hubo instancias de conversación promovidas por el gobierno para plantear una pauta de precios que derive en acuerdos entre sindicatos y empresarios congruentes con el plan.
Aunque veamos caer el IPC mes a mes, hay que contemplar los posibles aumentos de tarifas que impactarán pronto en los precios. Además, la inflación puede aún contener inercia, uno de los factores más difíciles de eliminar porque las expectativas de precios altos pueden persistir y reflejarse en los contratos. Finalmente, la clave de los próximos meses está en el ancla salarial. El aumento de precios se ralentiza porque se ajusta una variable fundamental de la demanda agregada: el consumo. Con caídas que rondan el 20%, el salario real aparece como el principal sostén de los precios. Si la inflación está bajando, es en parte gracias a que estamos consumiendo menos bienes y servicios. De entre las estrategias posibles para bajar la inflación, esta es la que más afecta al crecimiento, empeora la distribución del ingreso e impulsa la pobreza.
Esta operatoria no sólo resulta indeseable, sino que tiene filtraciones que amenazan su sostenibilidad. Si los salarios y la actividad económica se recuperan mañana, este plan falla. La reactivación económica que causaría un aumento en los ingresos impulsa la escalada de precios vía demanda. Más consumo. Más demanda de dólares. Lejos de ser efectos colaterales, el desempleo, la ausencia de paritarias y la pérdida de poder adquisitivo son funcionales a la estrategia que se planteó para bajar la inflación. Lo mismo en el caso del cepo: liberar las restricciones cambiarias impactaría en el dólar oficial y en los paralelos.
Como contracara, un plan de estabilización con acuerdo de precios y salarios podría haber tenido menos costo social y sentar las bases para una recuperación sostenible de la actividad. Hasta donde se dejó ver, también es una alternativa ausente en el menú de opciones para el gobierno.
A lo anterior se le suma que la recaudación tributaria, fuente principal de financiamiento de la Administración Nacional, cayó un 16% en marzo si lo comparamos con el mismo mes de 2024. Si alcanzar el superávit se mantiene como un objetivo primordial, tal como reafirmó el presidente en la cadena nacional, la caída de recaudación puede iniciar un círculo vicioso difícil de sortear. En criollo: cae el gasto y con él, la actividad y la recaudación. En el siguiente período, más debe reducirse el gasto para evitar el déficit, más se enfría la economía, y más cae la recaudación. Y así, en loop.
Para qué
Ya de público conocimiento, la contracción del gasto durante 2024 se apoyó principalmente en jubilaciones y pensiones, que perdieron alrededor de un tercio del poder de compra. Otro componente paralizado fue la obra pública, pilar de la construcción que motoriza la economía. También el empleo. La manifestación multitudinaria del martes pasado a favor de la universidad pública fue producto de un reclamo de las universidades nacionales, surgido de la drástica reducción de su presupuesto. Además de componentes del gasto público, estos conceptos supieron ser derechos fundamentales para construir un país más equitativo. Derechos que hoy se ponen en jaque.
Perder poder adquisitivo es perder calidad de vida. Para muchos, es la imposibilidad de satisfacer necesidades cotidianas. Incluso endeudarse. Hoy no podemos hablar de redistribuir riqueza —porque no hay tal— aunque sí podemos pensar quién soporta más los impactos del plan. A las mujeres, por ejemplo, la austeridad las afecta más: menos servicios públicos implica más familiarización de los cuidados. El plano previsional también lo muestra: de cada 10 jubiladas mujeres, 8 alcanzan el beneficio entrando en el plan de pagos de moratorias previsionales, que tienen los haberes más bajos y acceden en menor medida a bonos compensatorios. Cortito y al pie: la decisión de bajar la inflación con los salarios como ancla y la austeridad como fundamento nos convierte automáticamente en un país más desigual.
Además, una distribución desigual de las “pérdidas” hoy perpetúa desigualdades mañana. Los niveles de inflación —sostenidos durante años— empeoraron muchos indicadores sociales y obstaculizaron el crecimiento económico de nuestro país: de eso no hay discusión. Pero importa y mucho cómo se bajan esos niveles. Las ventajas de ser exitosos en bajar la inflación pueden neutralizarse de un tirón si las condiciones socioeconómicas no acompañan la reactivación de la actividad.
La retórica de lo inexorable en el plan de Milei pasa por alto que existían y existen alternativas viables para abordar los desafíos económicos. Ordenar las prioridades es necesario en las buenas, pero más aún en los momentos difíciles. Cuando la inflación llegue a un dígito, como puede hacerlo en breve, ¿con qué Argentina nos vamos a encontrar?